domingo, 7 de marzo de 2010

VOCES, SUSURROS Y MURMULLOS EN LA NOCHE

Para todos los vecinos que vivíamos en aquel bloque de la calle Tembleque, en el madrileño barrio de Aluche, el destino de Manuel Capdevila, el vecino del sexto B, estaba muy claro desde hacía años. No nos explicábamos como su familia o alguien cercano a él, no se había hecho cargo de su problema para intentar ayudarle o más bien para protegerlo de sí mismo. Muchas veces en esta vida, nosotros mismos podemos ser nuestros peores enemigos y éste fue el caso de Manuel Capdevila, un hombre de cincuenta y dos años, divorciado, con dos hijos de quince y dieciocho años, que vivía atormentado dentro de sí mismo, y que era profesor de Historia en un Instituto del barrio, cuando su salud mental se lo permitía.

En el barrio se decía, que de pequeño, siempre fue un niño raro: tímido, huidizo y encerrado en sí mismo, pero con una gran imaginación e inteligencia. Su gran afición de niño era mirarle las bragas por debajo del vestido a cualquier mujer que entrara en su casa, para lo que demostró un gran ingenio e inventiva. No obstante, era un chico de carácter débil y sensible, con una gran capacidad intelectual que le hizo destacar en la Universidad, donde terminó su carrera con un brillante expediente. Por aquellos años fue captado para la "Obra" donde, según se comentaba, le hicieron un daño irreparable, pues aunque años después abandonó de mala manera el Opus Dei, salió de allí con la cabeza hecha un lío: su mente estuvo mucho tiempo debatiéndose entre conceptos como el demonio, el pecado, la condenación eterna, la felicidad y el masoquismo, el bien y el mal, la libertad y la rigidez en la disciplina... Pero el daño ya estaba hecho y desde entonces tuvo continuos problemas psicológicos así como un fuerte complejo de culpabilidad.

A Manuel Capdevila le abordaron los problemas cuando se fue a cumplir el servicio militar a Cerro Muriano en Córdoba, la gota que colmó el vaso. Allí se le cruzaron los cables y no llegó a superar los tres meses de campamento: un día haciendo prácticas de tiro, no pudo aguantar más la presión que venía sufriendo en el interior de su cabeza y se lió a disparar a todos sitios hasta que se le terminaron las balas del cargador. Por suerte, todos sus compañeros estaban a cubierto y no hubo que lamentar ninguna desgracia, pero lo cierto es que todo su regimiento se quedó sobrecogido al ver la expresión en la cara de Manuel mientras descargaba su fusil contra sus molinos de viento imaginarios, a la vez que daba grandes carcajadas de locura. Lo licenciaron varios meses más tarde, después de someterse en el Hospital Militar a un fuerte tratamiento psiquiátrico que, al parecer, lo devolvió al mundo civil con apariencias de normalidad. Nunca se olvidaría su paso por el regimiento, donde se acuñó para siempre la frase: "...y pegamos más tiros que Capdevila", cada vez que se regresaba de unas maniobras o se hacían unas prácticas de tiro.

Tras este incidente, Manuel Capdevila siguió con sus estudios para catedrático de Historia consiguiendo sacar plaza por oposición en un Instituto de Aluche. En estos años conoció a Irene, una chica de un pueblo de Toledo, con la que se casaría año y medio más tarde. Fue en estos años cuando murieron sus padres y, como es natural, ambas muertes le afectaron muchísimo dado su especial sensibilidad; pero pasó el trago con la ayuda de su familia. A pesar de todo, estos fueron para él sin duda, los mejores años de su vida o al menos, los años en que su existencia fue más equilibrada: tuvo dos hijos y llevó una vida aparentemente normal hasta que quince años después comenzó a sentir manías persecutorias, y al decir de los médicos, tuvo un brote paranoico. La vida en familia se convirtió en un auténtico infierno para su mujer y sus hijos, que después de aguantarlo unos cuantos años, le abandonaron huyendo de los malos tratos a los que los estaba sometiendo. Este fue un hecho que lo marcó para siempre. A su vez empezó a distanciarse de sus amigos, hasta que se quedó más solo que la una.

Desde entonces, Manuel Capdevila se convirtió en un ser huraño, intimista y cerrado en sí mismo, que evitaba las multitudes y no se relacionaba con nadie. Vivía atormentado y dolido, como un animal herido que no deja de lamerse sus propias heridas. Pensaba que todo el mundo le era hostil y que en todos sitios había una conspiración contra él. Este sentimiento ya no le abandonó jamás, a pesar de haber cortado con su esposa, la persona que según él era la responsable de toda aquella gran conspiración. En el Instituto se le consideraba un buen profesor, pero irascible y violento, aspectos estos que le generaron algunos problemas con la Asociación de Padres del Colegio. En el fondo estaba convencido de que Irene, su mujer, estaba detrás de todo esto.

Los diversos tratamientos médicos a los que voluntariamente se sometió le ayudaron a seguir adelante unos años más, hasta que un acontecimiento volvió a trastornarle definitivamente: su mujer, Irene, se había casado con un viudo del barrio, comisario de policía, que él mismo le presentó años antes. El hecho le conmocionó de tal manera, que se encerró aún más en sí mismo con síntomas de locura que ni él mismo sospechaba. Fue la época en la que en el silencio de la noche comenzó a oír murmullos y susurros, conversaciones, risas colectivas... que le llevaban a gritar por la ventana hasta comprobar que las calles estaban vacías. Los vecinos del bloque comenzamos a sufrirlo con disimulada paciencia. Durante meses aguantó estos síntomas en soledad hasta que llegó un momento que no pudo soportar más esas voces en su mente. Manuel Capdevila decidió solicitar la baja laboral y acudir a un especialista.

El psicoanalista se llamaba Julio Estivill y tenía su consultorio en la calle Goya. Era un hombre pequeño y delgado, de pelo corto y canoso, nariz aguileña y cara enjuta con pómulos prominentes. Sus ojos eran negros y pequeños, y desde el primer momento, Manuel Capdevila, desconfió de esa mirada inquisitiva que le parecía percibir cuando el médico le hablaba. Las sesiones de psicoterapia eran muy tensas, casi un combate dialéctico, cuerpo a cuerpo, entre paciente y médico, hasta que Manuel decidió un buen día no volver más por allí, pues pensaba que el médico estaba también compinchado con su exmujer para destruirlo. Desde entonces sólo salía de su casa para lo imprescindible, y seguía con sus obsesiones nocturnas: voces, susurros, murmullos de muchedumbre y risas junto a su ventana. Imaginaba una masa de gente de color gris en la penumbra de la noche cuchicheando cosas sobre él. Intentó combatir estas voces con la música clásica. Se ponía los auriculares y a gran volumen escuchaba una tras otra todas las obras de Mozart.

Pasaron algunos meses y Manuel Capdevila estaba más solo que nunca. Ya no salía para nada de su casa: la comida y los periódicos los encargaba por teléfono y pasaba el día en la cama leyendo y escuchando a Mozart. Comenzó a beber coñac para huir de los que le perseguían y porque él pensó sentir alivio así en sus audiciones nocturnas. Bebía hasta perder el conocimiento y de esta forma desaparecían los murmullos y las voces nocturnas de su mente. Su aspecto era desastroso, sucio y descuidado. Un día al subir a casa, lo encontré en la escalera sacando la bolsa de la basura y lo saludé.

-- Buenos días, don Manuel.

Estaba en bata y pijama, y me contestó sin mirarme ni siquiera a la cara.

-- Buenos días. Por cierto... usted no sabrá nada sobre esos gamberros que por las noches se concentran frente a mi ventana ¿verdad?.

-- No los he visto nunca, pero le aseguro que si los veo avisaré a la Policía para que se vayan.

Capdevila soltó una fuerte carcajada y volvió a encerrase con prisas en su casa a la vez que me decía:

-- Ingenuo... mi mujer tiene controlada a la policía!.


Y dio un fuerte portazo. Esa fue la última vez que lo vi y he de reconocer que me dejó muy impresionado. Sentí lástima por él, pues me pareció absolutamente trastornado y fuera de la realidad. Su mujer había abandonado el barrio muchos meses antes, después de que contrajera matrimonio de nuevo y no volvió más por allí para evitar encontrárselo.

Recuerdo que aquel hecho trágico tuvo lugar un 31 de diciembre en que Manuel Capdevila sufrió un fuerte ataque de nervios. Era de noche y las calles estaban llenas de gente que se congregaban en grupos celebrando el año que entraba. En su ataque de locura, comenzó a escuchar risas, murmullos, susurros y voces de gente en la calle, sin reparar en la fecha que era aquel día. Manuel Capdevila no pudo aguantar más, corrió con todas sus ganas hacia la ventana y se lanzó al vacío para insultar a la gente que a esas horas llenaban la calle. Mientras caía en el espacio, en esos segundos eternos, debió comprobar que en esta ocasión sí había gente en la calle que hablaba de él a sus espaldas, y en su delirio, creyó descubrir a los responsables de todos sus tormentos en los últimos meses.

El estruendo al romperse las cristaleras y la visión de un cuerpo que se precipitaba en el vacío, arrancó un grito aterrorizado de los numerosos transeúntes que en esos momentos poblaban la calle y que festejaban la Nochevieja. El impacto en el suelo fue tremendo: produjo un sonido sordo, suave y estremecedor. Como un tomate aplastado y desparramado, quedó inmóvil en la calzada sobre un gran charco de sangre. Las últimas palabras que salieron de su boca, antes de impactar su cuerpo en la acera de la calle Tembleque fueron: ¡pudriros, malditos, por fin os descubrí !.

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