domingo, 7 de marzo de 2010

PRÓLOGO A ESTE LIBRO DE CUENTOS

"Escribir ficción es el ejercicio neurótico de escribir sobre vidas ajenas"
RAFAEL GONZÁLEZ ZUBIETA


Al otro lado del hilo telefónico su voz de amigo, rajada, lucentina, aclaró mis ideas:
“Siempre el detonante es una chispa de verdad que origina un inextinguible incendio de mentiras. Es como si la realidad, desde el trapecio, dibujara una pirueta, y allí, en el vacío, naciera la ficción. Pero cuelga ya, tío, que esto es conferencia y te va a costar un riñón”.

Y es que los diez relatos que conforman la obra de Rafael González Zubieta son sus fantasmas, los mismos que alguna vez se han enseñoreado de las mentes de todos nosotros, que nos han tiranizado: el amor, la duda, la soledad, el éxito, el fracaso, la muerte...
No son las historias de diez personajes, sino de diez seres de carne y hueso, inmersos en un ambiente urbano, casi siempre perdedores que, a pesar de los golpes que los derriban en la lona, sacan fuerzas para enfrentarse al asalto siguiente, quién sabe si el último.
El autor, tras la máscara de abogado, de catedrático, de presidiario, de suicida, vomita de sus entrañas sus inquietudes, sus ilusiones, sus miedos, y los refleja en diez maravillosas narraciones, embriones de otras tantas novelas.
Inquieto e incansable escrutador de la condición humana, siempre con mirada perspicaz -ya irónica, ya compasiva, humorística también-, persigue demostrar que la verdad y la mentira, el éxito y el fracaso, el amor y el desamor habitan moradas tan colindantes, tan próximas que, como esa hora indecisa entre noche y día, resulta complicado trazar la línea que los separe, que los distinga.
Los protagonistas que caminan por las calles de “Diez fantasmas”, que laboran en sus oficinas, que se refugian en sus bares, que discuten en sus casas, no son planos, monolíticos, estereotipados. Rafael González Zubieta se interesa por los ángulos más oscuros del alma, y para ello crea seres complejos, que adquieren la dimensión de personas, con sus indecisiones, con sus dudas, zarandeados por los recelos, por las pasiones, de matices varios.
Con pinceladas profundas, ácidas, describe magistralmente el conflicto interior, el desgarro, la desesperación, pero su paleta también sabe endulzarse de tonos pastel, delicados, para plasmar la ternura de un niño o el amor de una pareja. Especialmente acertado se nos muestra al describir los claroscuros del alma de uno de sus protagonistas: su deseo, su pasión, su infidelidad, su remordimiento. O al pintarnos el progresivo deterioro de otro: sus primeros atisbos de locura, su enfermizo aislamiento, el inevitable suicidio.
Los seres de “Diez fantasmas”, más que héroes, son anti-héroes, hombres inseguros, subyugados, como en una tragedia griega, por el destino, abocados a un conflicto del que saldrán a menudo derrotados, un conflicto al que el racionalismo no es capaz de proporcionar salida alguna, porque nuestro autor no puede aceptar que la razón domine a los sentimientos, que sea más fuerte.
Son muchas las ocasiones en las que ese destino se disfraza de azar, o se agazapa bajo las manecillas de un reloj, o viste ropas de mujer, esa mujer a la que Rafael González Zubieta analiza al microscopio, disecciona, de la que conoce a la perfección su psicología, sus armas, a la que considera el motor que desencadena todas las acciones.
De vez en vez nuestro escritor abandona la introspección, traspasa el umbral de los sentimientos, para ofrecernos, en una ráfaga, de un fogonazo, sus preocupaciones sociales, su compromiso, su rebeldía ante la injusticia. Porque a Rafael González Zubieta, en palabras del clásico, “nada de lo humano le es ajeno”. Ante nuestros ojos deambulan, sólo manchas oscuras, desdibujadas, las reivindicaciones universitarias, los desmanes del franquismo, la sordidez de sus cárceles, la vergüenza de la prostitución, la sinrazón del chabolismo...
La atmósfera en la que respira la obra no es un decorado de cartón piedra, un convencionalismo, un artificio. Las calles de Granada, de Sevilla, de Madrid, el despacho de una empresa, el vagón de un tren, la barra de un club de carretera, el salón del hogar, contribuyen a dotar de credibilidad a las vidas de los protagonistas, llegan a conseguir que se sacudan la tinta de la letra impresa, que salten al otro lado del papel, que, renegando de su hacedor, abandonen la ficción y se integren en nuestras propias vidas.
Los diez relatos, independientes entre sí, contados en su mayoría en primera persona, en un tono confidencial, intimista, no siguen un orden lineal, cronológico. El autor, en una demostración de su dominio de la técnica literaria, nos sorprende con múltiples recursos para referirnos sus historias, para hacerlas verosímiles: cartas, diálogos, sueños, pensamientos, recuerdos...
En unas historias se viven varias vidas, paralelas, contiguas, tan bien ensambladas como las piezas de un puzzle, que sólo hallan su razón de ser en la existencia de las demás, en su involuntaria complicidad. Otras, historias dentro de historias, vidas dentro de vidas, nos traen a la memoria esas muñecas rusas que guardan en su interior otras más pequeñas, y éstas a su vez otras, y así hasta el infinito.
Alejada de un ritmo monocorde, tedioso, la acción avanza ya veloz, rauda, a la manera que se propaga un rumor, ya pausada, lenta, tranquila, como las arrastradas letanías de un canto gregoriano. Y así se van desgranando los acontecimientos.
El sendero empinado, tortuoso, minado de guijarros, por el que a duras penas trepan los personajes de tantos escritores actuales, que sólo logran dificultar la tarea del lector, fatigarlo, alejarlo de sus páginas, Rafael González Zubieta, con naturalidad, sin afectación, lo convierte en avenida de amplias y soleadas aceras por las que nunca nos cansamos de pasear.
Su lenguaje, como el capote de “su” Curro, embebe al lector, lo prende con su temple, lo lleva a su terreno. Es un lenguaje sencillo, desnudo, preciso, espontáneo, directo, al estilo de las crónicas periodísticas, de los grandes reportajes. Porque en la obra de Rafael González Zubieta cada protagonista habla como le corresponde hablar, como se le presupone, como cualquier tipo de la clase a la que representa, de acuerdo con la situación o el estado de ánimo que está viviendo. Lo mismo aparece el lenguaje de la calle, descuidado, vulgar, hasta grueso, que otro culto, o tierno, o delicado.
Aunque nuestro autor no persigue la belleza formal –para él no es lo prioritario-, en ocasiones se le deslizan pasajes de elevada prosa poética, casi líricos, en los que centellean brillantes comparaciones, preciosas metáforas.
Las narraciones de “Diez fantasmas” reúnen muchos de los ingredientes que, de no ser por su extensión, nos harían catalogarlas como novelas negras, ese género de novela cuyo objetivo primordial es cautivar al lector, fascinarlo, en un marco urbano de finales del siglo XX, creando personajes en torno a un argumento creíble, unos personajes acuciados por las preocupaciones, por la angustia, por la soledad.
Pero por encima de cualquier otra consideración Rafael González Zubieta es un contador de historias, de historias originales, sorprendentes. En el reducido espacio de un relato es capaz de reflejar una vida, o varias, para lo que emplea las técnicas más efectivas, que lejos de apesadumbrar al lector, de desconcertarlo, lo atrapan en sus invisibles redes, lo obligan a continuar devorando páginas y más páginas. A esta habilidad innata para diseñar vidas, para contar historias, une la perfecta caracterización psicológica de sus protagonistas. En vez de quedarse en la epidermis, de contentarse con la superficialidad, prefiere arañar la piel, rasgarla, cabalgar por el azul de las venas, allí donde germinan los conflictos del alma.
En definitiva, nos hallamos ante una magnífica obra, original, variada, multicolor, llena de contrastes, fruto de la pluma de un escritor lucentino, una obra que atesora unos valores que la van a hacer intemporal, vigente siempre.

JAVIER GÓMEZ MOLERO
Bruselas, marzo,2003



POSPRÓLOGO

Es mi intención añadir a este intento de prólogo un consejo al lector –excusas por mi osadía- y la trascripción de una de mis conversaciones telefónicas con el autor:

Afortunado lector:
Antes de nada, perdón por hacerte demorar el momento en que vas a comenzar a leer la obra que tienes en tus manos. Comprendo que la lectura del prólogo –si es que lo has leído- te haya resultado plomiza y algo farragosa. Pero un prólogo es un prólogo. Había que ponerse serio, trascendental, erudito, pedante, insoportable, insufrible casi. Cuando pases página empezará lo auténtico, lo interesante, lo inesperado. Seguro que te sentirás identificado con alguno de los protagonistas, seres como tú, como yo, con sus neuras, con sus manías, con sus inseguridades.
Cuando el autor me envió el manuscrito para que lo leyese, para que supiera de su contenido, para que desentrañase su filosofía, caí en un error imperdonable en el que no quiero que caigas tú también. No se te ocurra comenzar a leer “Diez fantasmas” bien acurrucado, dentro del “sobre”, calentito, en esos minutos antesala del sueño. La luz de la mañana te sorprenderá enfrascado en el mayor de los placeres –la lectura, no “lo otro”-. Al día siguiente tienes que trabajar –¿o no?- y no es cosa de llevarte el libro bajo el brazo... De nada.

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-¿Rafa?
-Al aparato.
-Soy Javier.
-¿Qué tal por Europa?
-Lloviendo. Pero en la gloria. ¿Y tú, cómo estás? ¿Qué tal Sevilla?
-De puta madre. Y la ciudad, preciosa. Ya huele a azahar y a romero, sobre todo a romero. ¿Qué? ¿Te has leído eso? ¿Te lo has leído?
-Que sí, que lo he leído. Varias veces. La primera, de tirón.
-¿Y qué? ¿Qué te ha parecido?
-Que siento una envidia insana –como toda envidia- de no haberlo escrito yo.
-¿Habrías cambiado algo?
-Hombre...
-Sé sincero. Sabes que estoy abierto a cualquier sugerencia...
-Algunas veces tus personajes utilizan un lenguaje...
-El mismo que utilizamos tú y yo. ¿O no? Cuando tú te pillas un dedo con la puerta, ¿qué dices? Ponte en situación y responde. Ponte, ponte en situación...
-¡Coño! No sé lo que diría...
-Mi obra es realismo en estado puro. La vida es así, nos guste o no. Y yo reflejo la vida, la cuento.
-Mirado de esa manera... Pero yo podría suavizar algunas expresiones. Sobre todo pensando en cierto tipo de lectores...
-Si me cambias una coma te capo... Y esos lectores, que se jodan...
-Tienes unas dotes de persuasión...
-¿Para cuándo el prólogo?
-Ya está hecho.
-Eres un amigo.
-En el prólogo he puesto mi cariño.
-Eres un amigo.
-He puesto mi profesionalidad.
-Eres un amigo.
-He puesto mi tiempo.
-Eres un amigo.
-Que te agradezco, de verdad, que me hayas escogido para hacerte de introductor. Pero que tú no serás falto de conocimiento. Que tú sabes que me encantan los percebes, y las ostras. Y el buen vino. Y antes unas cañitas con sus boquerones en vinagre. Y una entradita para ver al Betis, mejor de tribuna. Y una barrera para la Maestranza.
-Eras un amigo. ¡Qué malo es el interés!
-Sabes que soy de poco comer. Conozco una marisquería... Sigo insistiendo en lo del fútbol y los toros.
-Hecho lo de la mariscada. Nos vamos a poner de grana y oro. Pero sin parientas. Así tocamos a más. Los puritos los pones tú. Sabes los que me gustan. Y el Betis te lo televisan todos los domingos y ya se me retiró mi Curro... La Fiesta necesita una figura que lo reemplace. Aunque Curro es insustituible. Recuerdo una faena que le vi en Málaga. Qué andares, qué cadencia, qué mirada, qué altivez, qué elegancia. Sale el morlaco y va Curro y lo llama con esa voz que sólo poseen los elegidos, y...
-Joder, Rafa, que esto es conferencia. Que me va a costar un huevo...
-Vale, tío. Pero es que hablo de Curro y se me va la olla. Su precipitado adiós ha sido como una puñalá trapera. Aún le quedaba cuerda. Si estaba toreando mejor que nunca... Además, que...
-Rafa, deja de hablar de Curro de una puñetera vez.
-Es que me ha roto todos los esquemas. ¿Qué hago yo ahora?
-¿Que qué haces? Pues lo tuyo, escribir. Aquí tienes tema para diez novelas o para una gran novela. Que puedes convertirte en un gran novelista, presentarte al Planeta. ¿Qué me dices? Ya lo hablaremos con más calma durante la mariscada.
-Javier, agradecido por el consejo. Pero no tienes ni idea de por dónde van los tiros. Déjate de novelas. Lo que de verdad yo quiero, lo que deseo con todas mis fuerzas –y más desde que no tengo que llevar gafas- es ser torero.

JAVIER GÓMEZ MOLERO
Bruselas, marzo, 2003




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