domingo, 7 de marzo de 2010

LA CARTA DE TU AMANTE

Fue aquella carta dirigida a mi mujer, un sobre blanco y alargado, que recogí del buzón de la escalera al llegar a casa, lo que me puso en guardia. Me hizo sospechar que Almudena me estaba siendo infiel con alguien llamado José Miralpeix a quien yo no conocía de nada. Era ella la encargada de subir a casa todos los días la correspondencia, ya que llegaba al menos treinta minutos antes que yo de su trabajo. Pero aquel día mi jefe me pidió que me marchara antes a comer, para cubrir su ausencia una hora antes en el turno del día siguiente. Aquel error de cálculo de mi mujer, y la confianza de que yo llegaría más tarde, le hicieron relajarse y perder la cautela, pensé yo en un principio. La verdad es que siempre he sido muy metódico y ordenado en todos los aspectos de mi vida, por lo que era lógico y razonable pensar, que yo no llegaría a casa hasta antes de las tres y media de la tarde, como todos los días. Aunque la llegada de esa carta, como luego comprobé, fue más fruto de la imprudencia del amante que un error de cálculo de mi mujer. La carta interceptada me llenó de sospechas y malos presentimientos desde un principio: ¿quién era ese tal José Miralpeix?, ¿por qué tenía matasellos de Alicante?, ¿qué relación tendría este tipo con mi mujer y cómo sabe nuestra dirección en Sevilla?, ¿cómo llegaron a conocerse?... Preguntas que no tenían una respuesta, o al menos yo no lograba encontrarla, fueron las que me inclinaron a llevar a cabo un plan para aclarar todo este asunto, que me dejó hecho polvo durante muchos meses, con el corazón roto sin emedio, y seriamente deteriorados mi orgullo, mi autoestima y mi dignidad de hombre.
En aquellos momentos de ofuscación decidí abrir la carta definitivamente aunque a mi mujer aquello le pareciese una violación de su intimidad. Ella era una chica moderna y feminista, y se le llenaba la boca con teorías libertarias que yo le aguantaba, pues pensaba que tras aquel telón de fondo de mujer liberada que ella mostraba, sentía por mí un profundo respeto y amor. El principal error que cometí con ella, fue el enamorarme y quererla tan ciegamente como la llegué a querer. Hasta mi madre se daba cuenta de que lo nuestro no funcionaba bien, pero ella fue siempre tan respetuosa con las cosas de mi vida privada que nunca me manifestó lo que pensaba.

Puse a hervir agua en la cocina, y cuando estaba en su punto de ebullición, aproximé a la olla el sobre con unas pinzas para así enternecer el pegamento de la solapa con el vapor del agua hirviendo y abrir la carta sin dañar el sobre, leerla y cerrarla de nuevo para entregársela a Almudena en cuanto llegase. Mientras realizaba ésta operación, caí en la cuenta de varias llamadas telefónicas misteriosas recibidas en nuestro domicilio las últimas semanas. Cuando yo descolgaba el teléfono, me cortaban rápidamente del otro lado pero cuando lo hacía ella, se quedaba unos minutos callada y colgaba enérgicamente el auricular diciéndome que era alguien con mucho rollo que se había equivocado de número. Yo siempre la creí, pues esto suele pasar a menudo, pero ahora estaba convencido de que quien llamaba era él, su amante, y por eso me mostré más decidido aún a abrir aquel maldito sobre. La carta era más bien breve pero sus contenidos eran intensos y contundentes, y tras su lectura no me quedó ninguna duda. Era una carta de amor que ese tipo le dirigía a mi mujer en un tono muy cursi y muy comprometedor, que a mí me enfadó bastante. Eso es lo que vislumbré tras un primer análisis literario de la misma. Decía así: "Hola amor mío, ¿cómo estás?... te echo mucho de menos y por eso te escribo éstas letras a riesgo de que mi atrevimiento te pueda crear algún problema, pero es que hace ya más de dos semanas que no te beso ni acaricio tu cuerpo. Todavía las sábanas de mi cama, desprenden el maravilloso perfume de tu cuerpo y me irradian a diario nuestros sueños de amor. Por eso, querida Almudena, no pienso dormir en otras limpias hasta que no me encuentre de nuevo contigo, que eres mi luz y el sentido de mi vida. Desde que mi cuerpo se fundió con el tuyo ya no puedo vivir sin ti. Llámame. Te amo y te amaré siempre. José Miralpeix".

Cuando terminé de leer aquellas estúpidas frases, sentí como si las piernas me temblaran, como si un ladrón hubiera entrado en mi vida y me estuviera robando de cuajo el corazón, y con él se llevase mis ilusiones y mi alegría. Fueron milésimas de segundo en las que me sentí burlado, injustamente engañado, sin poder dar crédito a todo lo que estaba pasando. Me noté la respiración acelerada, el corazón me latía más rápido de lo normal y me dieron ganas de morirme, de cortarme las venas y dejar una carta acusando a Almudena de adúltera y de ser la responsable de mi muerte. Después pensé que eso era una estupidez y que de esa manera aún les iba a resultar más cómodo a los dos mantener su idilio de amor sin que yo les pudiera incordiar ya para siempre. Me los imaginé a los dos desnudos y entrelazados haciendo el amor con desenfreno y pasión en la cama de aquel tipo, en la habitación de la casa de ese tal Miralpeix, y me imaginé a mí mismo llegando sigilosamente hasta allí, con un revolver en mis manos apuntándoles a ambos y disparando después sin piedad todo el cargador sobre ellos hasta que las sábanas blancas y sus cuerpos, estuviesen completamente ensangrentados. Después comprendí que todo aquello era muy cómico, muy dramático y vulgar y que yo era incapaz de hacer una cosa así.

Sentí rabia de saberme un cornudo, de haber entrado en el "club de los cornudos" sin haber hecho ningún mérito para ello. Al fin y al cabo no somos los hombres los que decidimos adquirir esa condición, sino nuestras mujeres cuando dan el paso y nos son infieles...o a la inversa. Me daba rabia que mi mujer me hubiera hecho esto a mí, pues a cualquier institución o condición humana se ha de acceder por voluntad propia y no por los designios de tu pareja. Sentí lástima de mí mismo, de verme como un cornudo más, pues yo siempre había mirado con compasión y pena a esos hombres cuyas mujeres les faltan de tal manera al respeto y a su honra, y que consienten esta situación porque son unos desgraciados o son tan infelices que ni la huelen. Juro que hubiera sido incapaz en aquella época de haberle sido infiel a Almudena, pues para mí era la única mujer en el mundo, además siempre he sido un hombre con un sentido de la monogamia muy arraigado.

Estuve calculando las fechas y comprendí que el viaje que Almudena hizo quince o veinte días antes a Alicante, no sólo fue para terminar con el papeleo de la venta de su piso, sino que tras esa excusa estaba la intención de encontrarse con su amante. Mientras todos estos pensamientos torturaban mi mente, tuve el tiempo justo de cerrar la carta cuidadosamente con pegamento antes de que Almudena llegara. Yo me sentía francamente mal, cómo podía hacerme ella esto a mí, que hubiera sido capaz de poner mis manos en el fuego por su lealtad... y sin embargo, me había puesto los cuernos con un imbécil, porque un tío que es capaz de escribir frases como esas a una mujer, es un auténtico imbécil-gilipollas. A los pocos minutos de cerrar la carta entró Almudena en casa, alegre y jovial como si no hubiera ocurrido nada... ¡hipócrita!.

-- Hola cariño --y me dio un beso en la mejilla--.
Al ver que yo no era muy efusivo con ella me preguntó si me pasaba algo. Yo me fui directamente al asunto, pues no estaba para disimulos ni dilaciones. Estaba claro que ella era culpable, y ya tenía curiosidad malsana por ver cual iba a ser su reacción, pues ahí podría estar la verdad de todo este asunto. Me dirigí a ella con una gran frialdad, y mirándola a los ojos y muy serio, le hablé premeditadamente en tono suave.

-- Explícame qué es esto -- le dije mostrándole la carta--.
A ella le cambió la cara. La nariz se le puso tersa y afilada, y los ojos se le achinaron, no sé... la piel se le estiró y se le pusieron como oblicuos, y su cara reflejaba una expresión de auténtico terror infantil. En aquel momento sentí lástima por el mal rato que le estaba dando pero yo tampoco me estaba divirtiendo precisamente con todo este asunto. Almudena, muy seria, cogió la carta, miró el remite y el matasellos e instintivamente la rompió con rabia y nerviosismo en mil pedazos que fueron a parar a la papelera. Debió de pensar en aquel principio policial por el cual al no haber cuerpo no hay delito, al no existir el cadáver no hay asesino.
-- Esto no es nada importante -- me dijo ella muy nerviosa--. Es un pelmazo que está por mis huesos y que no deja de molestarme. Un chico que conocí hace unos meses en una recepción en Alicante, al poco tiempo de que tú te vinieras trasladado a Sevilla. Desde entonces no deja de molestarme. Ya lo he mandado a paseo varias veces.
-- No me mientas Almudena, dime quién es ese tío y que os traéis entre manos. ¿Cómo ha sabido nuestra dirección?, ¿cómo sabe que tú y yo vivimos aquí en Sevilla?... alguien se lo habrá dicho ¿no?.
-- No lo sé. Te repito Ramiro que no es nadie. No significa nada para mí. Es un colgado al que le gusto y que ha pillado una fijación horrible por mí y nada más. Lo conocí cuando tú estabas ya aquí en Sevilla, hablé un par de veces con él y ya está.
-- No te creo y por tanto me voy a molestar en reconstruir esa carta y hacerme a la idea de que estoy haciendo un puzzle. Ya tengo curiosidad por saber que cosas románticas te dice tu amigo.

Me dirigí a la papelera y recogí pacientemente todos los trocitos de papel en que había quedado convertida la carta. Ella se quedó al otro lado de la mesa del estudio en silencio, frente a mí de pie, mirando fijamente todos mis movimientos, y al ver lo que hacía se puso aún más nerviosa y salió de la habitación llena de rabia y conteniéndose las ganas de llorar. En aquellos momentos la vi como a una niña pequeña a la que su padre sorprende en una mentira muy gorda. Sentí algo muy raro en mi interior, una mezcla de lástima por ella a la vez que rabia e ira por lo que me estaba haciendo.
Tardé hora y media en dejar aquella hoja de papel reconstruida con la ayuda de papel celo. Me dirigí al salón donde Almudena se había refugiado y con una chincheta pinché aquella carta de amor en la pared, como prueba y testimonio de su adulterio. De un portarretratos que había en la mesita baja que estaba en el salón junto a los sofás, saqué la foto en la que estábamos los dos muy felices y sonrientes. Nos la hicimos en Matalascañas durante las últimas vacaciones de verano. Con un bolígrafo pinté sobre mis sienes unos cuernos bien negros que con la barba rojiza me daban un aspecto de gran fiereza, como si fuera un vikingo. Metí la foto en su sitio y coloqué de nuevo el portarretratos en la mesita.

-- Aquí tienes tu carta, mala pécora --le dije muy dolido y con la boca pequeña, pues no me agradaba insultarla--, la carta de tu amante, para que cualquier persona que entre a esta casa sepa que tienes un amante y que me estás siendo infiel. Además de adúltera eres una mentirosa cruel, una mala persona, ¡arpía!. Y esta foto no se te ocurra tocarla. Quiero que todo el mundo sepa lo que me has hecho. Que me has convertido en un cornudo.

Dicho esto, me saqué con rabia del dedo anular de la mano derecha la alianza de oro que nos pusimos cuando nos casamos y se la tiré a la cara, pues ya no tenía ningún sentido llevar aquel anillo. No sé si ese gesto fue una crueldad por mi parte; ella se tiró al suelo a recogerlo y se puso a llorar desesperadamente tratando de ocultar su cabeza con los brazos entre sus piernas. Aquella escena hizo sentirme muy mal. No me gustaba hacer sufrir a nadie de esa manera y menos a ella a la que quería hasta ése día con toda el alma. No me resultaba grato verla así, a ella que desde que la conocí se mostró siempre tan segura de sí misma. Precisamente ése era uno de los rasgos que más me gustaban de su forma de ser y ahora, aquella chica tan inteligente y despierta, estaba absolutamente vencida y desarmada. Se había quedado muda y sin argumentos. En el fondo, yo deseé que ella hubiera seguido negando aquellas evidencias, que dijera que todo era fruto de un malentendido o algo así... Una coartada coherente que disipara al menos la certeza que me estaba destrozando por dentro cada minuto que pasaba. Pero cuando se echó a llorar con tanta amargura y la vi derrumbarse, comprendí que estaba aceptando su culpabilidad y que era menos enrevesada y sibilina de lo que yo creía.
Ya estaba anocheciendo. El reloj del salón marcaba las siete y media de la tarde. Sentí la necesidad de largarme de allí y eso hice. Salí a la calle con el coche y estuve dando vueltas sin rumbo por la ciudad hasta que perdí la noción del tiempo, absolutamente obsesionado con este asunto que no se apartaba de mi mente. Almudena y yo llevábamos tan sólo seis meses viviendo en Sevilla, la ciudad donde yo nací y de donde éramos toda mi familia. Nos conocimos en Alicante dos años antes a través de unos amigos comunes del Hospital, donde yo trabajaba de anestesista, con plaza de médico residente después de aprobar el MIR. Ella era madrileña y tocaba el violonchelo en la Orquesta Sinfónica de Valencia. Nos presentaron casualmente en un concierto dominical, tras el cual los amigos a quién yo acompañaba quisieron saludarla, y desde el primer momento que nos vimos surgió entre nosotros una atracción especial. Yo sentí una sensación que no había tenido nunca, como si por fin hubiera encontrado la otra parte que me faltaba para ser un todo perfecto. En aquel encuentro le hablé de mi afición por el violonchelo, el instrumento de una orquesta que siempre más me ha gustado y el que, a mi juicio, tiene una mayor carga expresiva de sentimientos. Este argumento y mi inmensa afición por la música, fueron algunos de los elementos esenciales que propiciaron que nuestros encuentros se prodigaran a menudo a lo largo de las semanas siguientes. Yo me quedé cautivado de aquella chica que tocaba el violonchelo con tanta sensibilidad. Una mujer menudita, atractiva y muy sensible para el arte y la música. Tenía unas ideas sociales muy avanzadas que en contraste con las mías, me llevaron a enamorarme de ella sin remedio. Almudena procedía de una familia madrileña adinerada, y nunca logró sacudirse el rebufo de “niña bien” que le acompañaba, a pesar de los aires progresistas y libertarios con los que pretendía diluir su imagen de niña pija. A mí, esta circunstancia suya, lejos de molestarme me llegaba a divertir, pues intuí desde un principio que su actitud guerrillera frente al hombre y a la sociedad, era una respuesta inconsciente al trato posesivo y paternal que siempre le depararon sus padres. A los pocos meses de conocernos nos fuimos a vivir juntos a un piso que ella poseía en Alicante frente al paseo marítimo. Pasábamos muchas horas en casa los dos juntos. A mí me encantaba verla tocar el violonchelo mientras hacía sus ensayos. A veces le pedía que tocara para mí alguna secuencia del Concierto para Violonchelo de Haydn o alguna Suite de Bach, que al escucharlas siempre me revelan matices nuevos. Aquellas obras interpretadas por la mujer que amaba me hacían sentirme lleno de plenitud y amor. Fueron aquellos unos tiempos muy felices para ambos.
Nos casamos un año más tarde en Madrid, y aún permanecimos en Alicante dos años más, hasta que terminé mi período como residente allí y conseguí una plaza en el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla. De alguna forma mis sueños se estaban haciendo realidad: siempre deseé vivir y trabajar en Sevilla, para mí la ciudad más hermosa del mundo. Por eso, Almudena y yo estuvimos seis meses separados, hasta que ella pudo venirse a Sevilla donde había quedado vacante un puesto de chelista en la Sinfónica. No sé lo que pudo pasarle, pues todo nos iba saliendo bien, excepto los seis meses que estuvimos separados. Tan poco tiempo fue suficiente para que Almudena se alejara de mí y se liase sin escrúpulos con el primero que llegó, tirando así por la borda una relación que yo creía perfecta.

Eran las dos y media de la madrugada y me sentía muy cansado. Opté por regresar a casa y descansar un poco pues me sentía agotado después de un día tan intenso en sufrimientos. Además al día siguiente tenía que entrar un poco antes en el hospital para asistir a dos operaciones. Cuando llegué a casa todo estaba en silencio, entré al salón y aún estaba pinchada en la pared la famosa carta, y el portarretratos con la foto en la que yo parecía un vikingo seguía en la mesita junto al sofá. Me dio mucha pena, pues aquella casa, que siempre fue nuestro refugio frente al mundo exterior, comenzaba a convertirse en un infierno para mí. Me dirigí por el pasillo hasta nuestra habitación y allí estaba ella dormida en nuestra cama. Me quedé parado observándola desde el quicio de la puerta: estaba muy relajada, sumida en sus sueños más profundos y parecía una niña... tan menuda, bella y frágil... dormida sobre el lado izquierdo, con las penas flexionadas y recogidas sobre su regazo. Sentí amargura de tener que pasar por todo esto.
Aquella noche dormí en el sofá y tuve varias pesadillas en mis sueños, propiciadas sin duda por la situación anímica que atravesaba. Recuerdo que soñé estar en un hospital antiguo, de techos muy altos, en el que yo hacía una guardia de noche. Andaba por los pasillos solitarios y de pronto todos los enfermos comenzaron a salir de sus habitaciones, con andares parsimoniosos y lentos, como autómatas y en silencio, iban llenando los pasillos del hospital. La piel de sus rostros era muy blanca y no tenían expresión en sus caras. Yo trataba de preguntarles si sabían donde estaba la salida, sin encontrar respuesta por su parte. Ante mi impotencia les gritaba una y otra vez para que me respondieran, pero me empujaban unos y otros para que me uniera a ellos en aquel macabro periplo por los pasillos del hospital. Salí corriendo y en mi carrera tropecé con una chica morena, con el pelo recogido atrás y sin un rostro concreto. Estaba asustada como yo y se abrazó a mí solicitándome ayuda para salir de allí. Su piel era muy suave y llevaba un vestido blanco con un gran escote que dejaba presentir sus senos. En un momento de nuestra huida nos vimos rodeados por enfermos "zombis" que nos agarraban violentamente con sus manos e intentaban separarnos. Me desperté muy angustiado y vi que faltaba poco para que sonase el despertador, por lo que me vestí con rapidez y salí pronto de casa hacia el trabajo para evitar así tropezarme con Almudena. No deseaba verla en unos días, y así ocurrió ya que cuando ella trabajaba era cuando yo estaba en casa y viceversa. Estuvimos al menos cuatro días sin vernos, pero la situación no podía seguir mucho tiempo así e imaginé que ella lo debería de estar pasando también muy mal. Había que hablar y dejar las cosas claras.
Yo me encontraba muy mal de ánimos en esos días. Me sentía rechazado, herido en mi orgullo y en mi dignidad de hombre y sentí vergüenza de que alguien pudiera enterarse de que mi mujer me estaba engañando con otro hombre. Ya sé que es una estupidez, pero a los tíos nos han educado para ser muy machos y ser siempre el único gallito del corral. Este episodio de mi vida coincidió casualmente con la muerte de mi madre en esos días, lo cual me hundió aún más en el infortunio y la amargura. A los cinco días de haber descubierto aquella carta, Aurora, mi hermana mayor, vino acompañando a mis padres al Hospital donde yo trabajaba, y me sorprendió verlos allí sin que previamente me hubiesen avisado. Después supe que estuvieron toda la tarde llamándome a casa, pero allí era ya difícil dar conmigo. Mi madre estaba muy delicada del corazón, padecía una estenosis de la válvula mitral, y en aquellos días sufrió una obstrucción en la vesícula biliar que le hacía sentirse muy mal. Me dio mucha alegría verla allí... tan pequeña, frágil y delicada. La abracé muy fuerte y sentí ganas de echarme a llorar en sus brazos y contarle todos mis pesares y los sufrimientos por los que estaba pasando, pero no era el momento más oportuno para ello y a ésa hora además, me esperaban en la sala de operaciones para intervenir de apendicitis a una niña. Aquella misma mañana, mi madre fue sometida a una endoscopia, una pequeña intervención sin importancia, pero que ella no pudo superar, ya que murió en la mesa de operaciones de una parada cardiorrespiratoria. Jamás me he perdonado no haber estado dentro en aquella sala de operaciones junto a ella, pues tal vez podría haber hecho algo por salvarle la vida. La muerte de mi madre me produjo un fuerte desgarro interior que unido al conflicto de mi vida con Almudena, me sumieron en una gran depresión. Aquel día, no sé como Almudena se enteró, pero apareció en la morgue del Hospital, llorando al ver a mi madre de cuerpo presente, amortajada con una sábana de la seguridad social y metida en una caja. Me molestó su presencia allí junto a mi familia, pues mi pena era sólo mía, quería vivenciarla y pasarla yo con mi familia, y no me apetecía compartirla con ella a la que ya consideraba una traidora. Todo aquello fue demasiado doloroso para mí y aún no sé como tuve fuerzas para soportar tanto sufrimiento. Durante los siguientes días, llevé una vida vegetativa. Dormía con la ayuda de ansiolíticos. Me pasaba el día tendido en un sillón con la mirada perdida sin ganas de nada, y me costaba la misma vida mover cualquier músculo de mi cuerpo. Estaba roto.
La muerte de mi madre abrió un paréntesis en nuestra relación, un tiempo muerto --como en el baloncesto-- para resolver nuestro problema pendiente: su infidelidad y nuestro futuro. Durante ese tiempo volvimos a convivir tranquilamente, ya sin ninguna fe el uno en el otro, y sin tener certeza del tiempo que esa situación podía durar. Almudena tuvo hacia mí una actitud complaciente y en todo momento intentaba hacerme la vida lo más feliz y cómoda posible, no sé si para redimir su culpa o para congraciarse conmigo...o tal vez era su respuesta a todo lo que había pasado. Al mes de haber enterrado a mi madre, comencé a sentir un resquemor por dentro que no me dejaba vivir. Yo creo que fue un brote neurótico de mi personalidad, algo que durante toda mi vida he llevado dentro y que ahora, por las circunstancias vividas, se me manifestaba sin yo poderlo eludir: mi otro yo no me aceptaba y se negaba a convivir con un cornudo que hacía la vista gorda ante la infidelidad de su mujer. Esa ira que me salía espontáneamente de mi interior se reflejaba en los malos modos que le tenía a Almudena continuamente y en el desprecio que sentía por ella cada instante del día. Ya no sentía ni el más mínimo respeto por ella y me daba cuenta de que eso no era bueno para ninguno de los dos. Al final tuvimos que hablar y decidir nuestro futuro, ya que nuestra vida en común se había convertido en un auténtico infierno y no quería mortificar más a Almudena por el pecado que había cometido, pues al fin y al cabo todos somos seres humanos. Así que una tarde nos sentamos a hablar.

-- ¿Has decidido ya contarme lo que pasó entre ese tal José Miralpeix y tú? --le pregunté yo con ríspida frialdad--.
-- Antes de todo, quiero que sepas que siento mucho haberte hecho tanto daño. Tú no te merecías esto y yo no tengo perdón de Dios, así que estoy de acuerdo en hacer aquello que tú quieras... lo que más te convenga, que yo colaboraré y estaré a lo que tú dispongas para hacerte el menor daño posible. Ese tío no significa nada para mí. Nuestra relación apenas si duró unos días. Yo me sentí muy sola en Alicante y tú parecías muy enfrascado y feliz en tu trabajo, en el Hospital, en tu Sevilla… Sentí la sensación de que no querías ya nada conmigo. Me dejé deslumbrar por un hombre zalamero, un viejo lobo que me llevó a su terreno, tocándome en mi vanidad. Tuvo la habilidad de conquistarme en un momento de debilidad en el que, sin justificación, me encontraba decepcionada por ti. Había olvidado que un hombre me piropeara, me regalara flores y me recordara a cada instante que yo era muy bonita. Sentí como si tú me hubieras abandonado, que ya no me querías y caí en sus redes. Cuando pasó aquello me di cuenta del error que había cometido y de lo que había hecho. Le dije que no quería verlo más, pero hace un mes cuando fui a Alicante a liquidar la venta de mi casa, me acosó de nuevo hasta que lo hicimos otra vez, y entonces comprendí que el mal no estaba en ti sino en mí. Me di cuenta de que a pesar de mi edad soy una persona inmadura, que no tengo nada claras las cosas de la vida. Además el imbécil éste de la carta, no cumplió su promesa de dejarme en paz. Él nunca significó nada para mí. Todo ha sido por mi culpa, por mi inmadurez y mi vanidad. Quería demostrarme a mí misma que todavía podía enamorar a cualquier hombre. Soy una estúpida Ramiro, perdóname.
--Total que tú necesitas que el hombre que viva contigo esté todo el día diciéndote que eres guapísima, que eres la chica más inteligente del mundo, que tocas el violonchelo mejor que Pau Casal y Rostropovich juntos, y además ha de gastarse todos los días veinte o treinta euros en flores…. y como yo no he hecho eso, vas tú y me pones los cuernos... ¿no es eso lo que me quieres decir?.

-- No Ramiro, lo único que quiero decirte es que me he portado como una niña de diecisiete años, ...que a pesar de tener veintiocho años, he comprendido que soy una persona muy inmadura. Estoy sufriendo problemas psicológicos. Desde que he tenido estas vivencias me siento muy mal conmigo misma, se me han derrumbado todos los cimientos de mi personalidad y no sé exactamente quién soy ya ni a donde voy. Sé que no ha estado bien lo que te he hecho pero también tengo que disculparme a mí misma, pues me siento como una niña perdida. Fíjate, con lo segura que siempre he estado de mí misma, y llega un día y ¡crac...!, te partes por medio y compruebas que eres más frágil que un cristal, cuando pensaba que era tan fuerte como el tronco de un árbol viejo. Está claro que somos... como somos, como nos han hecho y no como quisiéramos ser, y creo que eso es lo que me está ocurriendo ahora, que me está aflorando mi auténtica personalidad. Toda mi vida he sido una niña caprichosa y consentida, voluble y díscola cuando me llevaban la contraria. Creí que los años que he pasado fuera de casa, luchando por mí misma, me habían hecho madurar, pero ahora veo que no, que me encuentro en el mismo punto de partida casi que cuando salí de casa y comencé a volar.
-- Pues mira Almudena, --le respondí-- yo me casé con una mujer que creía que tenía una gran madurez y no con una niña boba que se deja encandilar por las chorradas de cualquier tío. Porque estarás conmigo en que... las frases de la cartita de ese tío tienen... un paquete ¿eh?... Y por otra parte quiero que sepas, que he intentado convivir con los cuernos pero hay algo en mi interior que no lo acepta y eso no me deja vivir. Además ya no eres para mí la misma de antes. Te sigo queriendo, porque esto del amor no es como un grifo que cierras y ya está, pero actualmente me siento muy decepcionado por ti y ya no te tengo ningún respeto. Me da mucha pena mirar atrás y comprobar que todo ha sido una mentira, un engaño. Siento rabia al ver que la verdad en esta vida está en el desengaño... Mucho me temo mujer, que la única salida a nuestro problema es el divorcio y que cada uno siga por su lado. Los dos somos aún muy jóvenes y tenemos la oportunidad de rehacer nuestras vidas. Los dos tenemos nuestras profesiones y no nos debemos nada, ni ahora ni en el futuro. Si te parece, hagamos un pacto de convivencia hasta el verano y en estos meses procura arreglar tu traslado a Madrid o a Valencia ...o a Alicante, donde está tu amigo. Solo te pido que cuando tramitemos el divorcio, ambos renunciemos a pedir al otro pensión alguna.

Almudena se mostró de acuerdo en todo. De alguna manera esta tregua significaba un respiro importante para ella, sometida en los últimos meses a una fuerte presión psicológica por mí y por ella misma. Todavía estuvimos cuatro meses más juntos, durante los cuales cada uno hacía su vida guardando las apariencias. Dormíamos en habitaciones diferentes de la casa, sin compartir ya absolutamente nada. Fueron unos meses muy difíciles y duros que se me hicieron eternos con los primeros rigores de la canícula. Almudena empezó a moverse para conseguir su traslado al Conservatorio Superior de Música de Madrid y cuando finalizó el mes de julio, decidimos que era el momento para que ella se fuera, incluso me ofrecí para ayudarla a hacer el traslado. Este viaje coincidió con la estancia de mi padre en casa de mi hermano Esteban, que vivía en una amplia casa de campo, en las afueras de Madrid cerca del Jarama, y pensé que sería buena idea pasar allí mis vacaciones. Mi padre no acababa de creerse que mi madre ya no estaba con él, que se había ido para siempre, y necesitaba ahora el apoyo y compañía de todos sus hijos. Me apeteció mucho pasar aquel mes de agosto junto a él y en unos de nuestros largos paseos por el campo, le conté lo de mi separación con Almudena. Mi padre fue muy comprensivo conmigo, cuando yo pensaba que con este asunto le iba a dar un disgusto de muerte. Esta actitud de mi padre me ayudó mucho a superar mi crisis de los primeros días, pues me sentí muy arropado por mi familia.
A la vuelta de vacaciones me llevé una gran sorpresa al entrar en mi casa de Sevilla: la encontré absolutamente desmantelada; faltaban la mayor parte de los muebles, no había cortinas, ni ajuar, ni utensilios de cocina, sólo quedaba mi cama, que eso sí, la habían dejado hecha y con sabanas limpias, y alguna que otra chorrada que a Almudena no le apeteció llevarse. La mosquita muerta que quería colaborar en todo conmigo y hacerme el menor daño posible, aprovechó que yo estaba fuera junto a mi familia, para bajar a Sevilla y hacer ella sola su mudanza, arramplando con todo lo que le apeteció, incluso muchos de mis libros favoritos, y casi toda mi música en la que tanto tiempo y dinero invertí. La segunda sorpresa me la dieron al día siguiente en el Banco: cuando fui a sacar dinero, me informaron que el millón de pesetas que teníamos a plazo fijo producto de nuestros ahorros lo había sacado mi mujer veinte días antes, y sentí la angustia de enfrentarme a mi nueva vida sólo con la paga del mes de agosto. Encima de cornudo apaleado --me dije a mí mismo con cierta amargura--. Sufrí una nueva decepción con Almudena, y ya me esperaba de ella cualquier cosa.

El asunto lo puse en manos de un abogado, que me evitó cualquier roce con Almudena, pues se entendió directamente con su abogada. Esto de los divorcios tiene también unos claros tintes sexistas, pues las mujeres casi siempre eligen para su defensa a mujeres abogadas, no sé si porque entre ellas se sienten más solidarias y fuertes a la hora de afrontar una guerra económica contra el macho opresor. Mi abogado me dejó claro que este asunto tenía dos soluciones: o se arreglaba por las buenas o por las malas, y él particularmente me aconsejó solucionarlo por las buenas. Un divorcio de mutuo acuerdo, aunque yo saliera perdiendo en algo, era lo más rápido y lo menos doloroso. Así que la listilla de mi mujer, se quedó con nuestro coche, con los muebles que quiso, mis libros y mis discos y con el millón de pesetas, y yo con mis cuernos y con mi dignidad y mi orgullo seriamente dañados. Pero por el contrario, recuperaba lo más valioso de todo cuanto se puede tener en la vida, que es la libertad y no sentir ya en mis sienes la opresión y el peso que durante los últimos meses tuve que aguantar. Así terminó nuestra relación: con rencor, resentimiento, odio y el desprecio más absoluto por ambas partes. Yo dejé la casa en la que vivimos nuestro infierno durante aquellos pocos meses, pues además de guardar malas vibraciones, me traía desagradables recuerdos y era excesivamente grande para mis necesidades de hombre soltero, así que alquilé un apartamento en el casco antiguo, en el barrio de Santa Cruz, en el que me encontraba tranquilo y en paz conmigo mismo, en pleno corazón de la ciudad.

A los tres meses de iniciados los trámites nos concedieron la separación, y con ella me volvieron los ánimos y las ganas de vivir. Me quedaban las heridas del corazón, que según veo tardan en cicatrizar, y un amargo sentimiento de fracaso y rencor, como si algo muy hondo en mi interior se hubiera muerto para siempre y su lugar lo ocupara ahora la decepción y la desconfianza. Comprendí que mi relación con Almudena nunca tuvo futuro, que lo nuestro fue un error desde el principio. Cegado por sus encantos no me di cuenta de que me había casado con una “niñata”, inmadura, rica y caprichosa que no veía más allá de dos palmos de sus narices.
Aún tuve una pequeña discusión con Almudena a los seis meses de habernos separado. No sé como averiguó el número de teléfono de mi nueva casa, pero lo cierto es que una tarde sonó el teléfono y era ella, que de muy mal humor se quejaba de tener el coche embargado por el impago de una multa de tráfico cuando el coche era de ambos; pretendía que yo pagase también aquella tremenda deuda, que no llegaba a ciento treinta euros. La mandé a freír monas directamente. Nunca he vuelto a verla ni a saber nada de ella desde entonces. Han pasado doce años y he comprobado que el tiempo es el mejor bálsamo para cicatrizar las heridas, aunque una separación y un divorcio es algo lo suficientemente traumático como para que permanezca siempre presente en las vidas de las personas. Es como si para siempre quedásemos mutilados de una mano o un pie o algo así. Puedes rehacer tu vida y seguir caminando con esa pequeña tara con normalidad, pero algo en tú interior ha muerto para siempre y como consecuencia de ello te quedan unos tic reflejos que te marcan de por vida. Los desengaños tienen esas cosas, creo yo.

Ahora vivo en Marbella, donde me trasladé coincidiendo con la apertura de un nuevo hospital hace algunos años, tentado por una buena oferta de trabajo que no me arrepiento de haber aceptado, pues el cambio de aires me sentó bien y me ha permitido rehacerme por completo. Mi vida transcurre con normalidad; me casé de nuevo, con Silvia, una chica de Sevilla bastante más joven que yo, una mujer guapa y hermosa, sencilla y discreta, que ha llenado mi vida de cariño y equilibrio. Ella es enfermera en el mismo hospital donde yo trabajo como anestesista, y hemos tenido en estos años tres hijos, dos niñas y un niño, que nos proporcionan una inmensa felicidad. Mi vida transcurre tranquila y feliz, con mi mujer, mi trabajo, la hipoteca y rodeado de niños traviesos y de pañales y biberones. Sigo teniendo una gran afición por la música y especialmente por el violonchelo, y aún puedo escuchar sin arrugarme las Suites de Bach y el Concierto para Violonchelo de Haydn, lo cual no es poco.

Mairena del Aljarafe, a 10 de julio de 1996.

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