domingo, 7 de marzo de 2010

EL MOVIL

Elena y sus tres hijas estaban inmersas en un sonoro silencio, en la Sala B del Tanatorio de la SE-30, roto en ocasiones por sollozos y suspiros de sufrimiento. Las cuatro mujeres estaban rotas y muy cansadas por los acontecimientos tan intensos que les habían tocado vivir en las ultimas seis horas. El cadáver de Alfonso, su marido y padre de sus hijas, yacía desde las nueve de la noche en medio de la sala de velatorio. Tenia la piel blanca y su rostro había adquirido el rictus de la muerte. No había dado tiempo ni siquiera a amortajarlo. Elena dio la orden a los de la funeraria para que su marido fuera enterrado tal como estaba vestido, con un traje gris de alpaca, que ella mismo le había comprado un mes antes en una sastrería de la calle Canalejas. La vida les había dado un giro de 360 grados en pocas horas. Alfonso Roelas, era un ejecutivo de una multinacional muy fuerte instalada en Madrid, y los lunes y los miércoles se trasladaba en AVE desde Sevilla para trabajar de manera cohesionada con el resto de directivos del país.
La vida no les podía ir mejor. Alfonso ganaba mucho dinero con su despacho de abogado y Elena se defendía bien con su Galería de Arte de la calle Tetuán. Las hijas estaban, unas finalizando sus estudios en la Universidad y Adela, la más pequeña acababa de iniciarlos. Se podría decir de ellos que eran una familia feliz.
Elena se encontraba abatida y abstraída en sus pensamientos, recordando la llamada de la Policía, informándole que su marido había fallecido de un infarto al bajarse del AVE en la Estación de Santa Justa. Al parecer la muerte fue rapidísima según el forense. Debió sentir un fuerte dolor en el pecho que en pocos segundos se le extendió a los dos brazos, cayendo de bruces y sin vida en el andén como un saco de patatas.
Era muy de madrugada y las cuatro velaban el cadáver de Alfonso, pues no querían dejarlo sólo mientras estuviera de cuerpo presente. Las visitas se habían ido hacia un par de horas y a las cuatro y media de la madrugada el silencio y la paz se habían hecho los amos del tanatorio. En medio de aquel sepulcral y doloroso silencio, comenzó a sonar el pitido de un móvil como si alguien acabara de recibir un mensaje. El pitido de aquel endiablado aparato había roto de manera impertinente la paz de aquella familia. Las cuatro mujeres abrieron sus bolsos a toda prisa, y comprobaron con sorpresa que ninguno de sus móviles estaba encendido. Automáticamente, las cuatro se miraron a los ojos y después miraron el cadáver de Alfonso. Era su móvil el que sonaba, una y otra vez, de manera macabra, molesta y machacona. Elena, con la cara desencajada, se levantó a toda prisa y buscó en el bolsillo derecho de la chaqueta de Alfonso, y allí estaba su móvil sonando y sonando como si su propietario estuviera aun vivo. Elena sintió pánico de lo que estaba ocurriendo. Las hijas le inquirieron para que desbloqueara el móvil y leyera el mensaje, y eso es lo que hizo a toda prisa. Las tres se arremolinaron entorno al aparato y leyeron un mensaje que decía: “Amor cuento con impaciencia las horas que nos quedan para estar de nuevo juntos. Mi corazón ya no es mío. Lo tienes tú. El miércoles a las 19,00 horas en la misma habitación del Hotel que tú sabes. Te amo. Vero”.
Tras unos segundos de silencio, Elena soltó un grito, mezcla de sollozo y rabia y balbuceando sólo pudo decir: “Tu corazón también se ha parado ¡cabrona!.
La mujer tiró el móvil de su marido con toda su fuerza contra el suelo, saltando este en mil pedazos que quedaron esparcidos por el suelo. Las cuatro mujeres se abrazaron en un sollozo y a las pocas horas comenzó a entrar la luz del día por los respiraderos de la habitación. Estaba amaneciendo.

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