domingo, 7 de marzo de 2010

PRÓLOGO A ESTE LIBRO DE CUENTOS

"Escribir ficción es el ejercicio neurótico de escribir sobre vidas ajenas"
RAFAEL GONZÁLEZ ZUBIETA


Al otro lado del hilo telefónico su voz de amigo, rajada, lucentina, aclaró mis ideas:
“Siempre el detonante es una chispa de verdad que origina un inextinguible incendio de mentiras. Es como si la realidad, desde el trapecio, dibujara una pirueta, y allí, en el vacío, naciera la ficción. Pero cuelga ya, tío, que esto es conferencia y te va a costar un riñón”.

Y es que los diez relatos que conforman la obra de Rafael González Zubieta son sus fantasmas, los mismos que alguna vez se han enseñoreado de las mentes de todos nosotros, que nos han tiranizado: el amor, la duda, la soledad, el éxito, el fracaso, la muerte...
No son las historias de diez personajes, sino de diez seres de carne y hueso, inmersos en un ambiente urbano, casi siempre perdedores que, a pesar de los golpes que los derriban en la lona, sacan fuerzas para enfrentarse al asalto siguiente, quién sabe si el último.
El autor, tras la máscara de abogado, de catedrático, de presidiario, de suicida, vomita de sus entrañas sus inquietudes, sus ilusiones, sus miedos, y los refleja en diez maravillosas narraciones, embriones de otras tantas novelas.
Inquieto e incansable escrutador de la condición humana, siempre con mirada perspicaz -ya irónica, ya compasiva, humorística también-, persigue demostrar que la verdad y la mentira, el éxito y el fracaso, el amor y el desamor habitan moradas tan colindantes, tan próximas que, como esa hora indecisa entre noche y día, resulta complicado trazar la línea que los separe, que los distinga.
Los protagonistas que caminan por las calles de “Diez fantasmas”, que laboran en sus oficinas, que se refugian en sus bares, que discuten en sus casas, no son planos, monolíticos, estereotipados. Rafael González Zubieta se interesa por los ángulos más oscuros del alma, y para ello crea seres complejos, que adquieren la dimensión de personas, con sus indecisiones, con sus dudas, zarandeados por los recelos, por las pasiones, de matices varios.
Con pinceladas profundas, ácidas, describe magistralmente el conflicto interior, el desgarro, la desesperación, pero su paleta también sabe endulzarse de tonos pastel, delicados, para plasmar la ternura de un niño o el amor de una pareja. Especialmente acertado se nos muestra al describir los claroscuros del alma de uno de sus protagonistas: su deseo, su pasión, su infidelidad, su remordimiento. O al pintarnos el progresivo deterioro de otro: sus primeros atisbos de locura, su enfermizo aislamiento, el inevitable suicidio.
Los seres de “Diez fantasmas”, más que héroes, son anti-héroes, hombres inseguros, subyugados, como en una tragedia griega, por el destino, abocados a un conflicto del que saldrán a menudo derrotados, un conflicto al que el racionalismo no es capaz de proporcionar salida alguna, porque nuestro autor no puede aceptar que la razón domine a los sentimientos, que sea más fuerte.
Son muchas las ocasiones en las que ese destino se disfraza de azar, o se agazapa bajo las manecillas de un reloj, o viste ropas de mujer, esa mujer a la que Rafael González Zubieta analiza al microscopio, disecciona, de la que conoce a la perfección su psicología, sus armas, a la que considera el motor que desencadena todas las acciones.
De vez en vez nuestro escritor abandona la introspección, traspasa el umbral de los sentimientos, para ofrecernos, en una ráfaga, de un fogonazo, sus preocupaciones sociales, su compromiso, su rebeldía ante la injusticia. Porque a Rafael González Zubieta, en palabras del clásico, “nada de lo humano le es ajeno”. Ante nuestros ojos deambulan, sólo manchas oscuras, desdibujadas, las reivindicaciones universitarias, los desmanes del franquismo, la sordidez de sus cárceles, la vergüenza de la prostitución, la sinrazón del chabolismo...
La atmósfera en la que respira la obra no es un decorado de cartón piedra, un convencionalismo, un artificio. Las calles de Granada, de Sevilla, de Madrid, el despacho de una empresa, el vagón de un tren, la barra de un club de carretera, el salón del hogar, contribuyen a dotar de credibilidad a las vidas de los protagonistas, llegan a conseguir que se sacudan la tinta de la letra impresa, que salten al otro lado del papel, que, renegando de su hacedor, abandonen la ficción y se integren en nuestras propias vidas.
Los diez relatos, independientes entre sí, contados en su mayoría en primera persona, en un tono confidencial, intimista, no siguen un orden lineal, cronológico. El autor, en una demostración de su dominio de la técnica literaria, nos sorprende con múltiples recursos para referirnos sus historias, para hacerlas verosímiles: cartas, diálogos, sueños, pensamientos, recuerdos...
En unas historias se viven varias vidas, paralelas, contiguas, tan bien ensambladas como las piezas de un puzzle, que sólo hallan su razón de ser en la existencia de las demás, en su involuntaria complicidad. Otras, historias dentro de historias, vidas dentro de vidas, nos traen a la memoria esas muñecas rusas que guardan en su interior otras más pequeñas, y éstas a su vez otras, y así hasta el infinito.
Alejada de un ritmo monocorde, tedioso, la acción avanza ya veloz, rauda, a la manera que se propaga un rumor, ya pausada, lenta, tranquila, como las arrastradas letanías de un canto gregoriano. Y así se van desgranando los acontecimientos.
El sendero empinado, tortuoso, minado de guijarros, por el que a duras penas trepan los personajes de tantos escritores actuales, que sólo logran dificultar la tarea del lector, fatigarlo, alejarlo de sus páginas, Rafael González Zubieta, con naturalidad, sin afectación, lo convierte en avenida de amplias y soleadas aceras por las que nunca nos cansamos de pasear.
Su lenguaje, como el capote de “su” Curro, embebe al lector, lo prende con su temple, lo lleva a su terreno. Es un lenguaje sencillo, desnudo, preciso, espontáneo, directo, al estilo de las crónicas periodísticas, de los grandes reportajes. Porque en la obra de Rafael González Zubieta cada protagonista habla como le corresponde hablar, como se le presupone, como cualquier tipo de la clase a la que representa, de acuerdo con la situación o el estado de ánimo que está viviendo. Lo mismo aparece el lenguaje de la calle, descuidado, vulgar, hasta grueso, que otro culto, o tierno, o delicado.
Aunque nuestro autor no persigue la belleza formal –para él no es lo prioritario-, en ocasiones se le deslizan pasajes de elevada prosa poética, casi líricos, en los que centellean brillantes comparaciones, preciosas metáforas.
Las narraciones de “Diez fantasmas” reúnen muchos de los ingredientes que, de no ser por su extensión, nos harían catalogarlas como novelas negras, ese género de novela cuyo objetivo primordial es cautivar al lector, fascinarlo, en un marco urbano de finales del siglo XX, creando personajes en torno a un argumento creíble, unos personajes acuciados por las preocupaciones, por la angustia, por la soledad.
Pero por encima de cualquier otra consideración Rafael González Zubieta es un contador de historias, de historias originales, sorprendentes. En el reducido espacio de un relato es capaz de reflejar una vida, o varias, para lo que emplea las técnicas más efectivas, que lejos de apesadumbrar al lector, de desconcertarlo, lo atrapan en sus invisibles redes, lo obligan a continuar devorando páginas y más páginas. A esta habilidad innata para diseñar vidas, para contar historias, une la perfecta caracterización psicológica de sus protagonistas. En vez de quedarse en la epidermis, de contentarse con la superficialidad, prefiere arañar la piel, rasgarla, cabalgar por el azul de las venas, allí donde germinan los conflictos del alma.
En definitiva, nos hallamos ante una magnífica obra, original, variada, multicolor, llena de contrastes, fruto de la pluma de un escritor lucentino, una obra que atesora unos valores que la van a hacer intemporal, vigente siempre.

JAVIER GÓMEZ MOLERO
Bruselas, marzo,2003



POSPRÓLOGO

Es mi intención añadir a este intento de prólogo un consejo al lector –excusas por mi osadía- y la trascripción de una de mis conversaciones telefónicas con el autor:

Afortunado lector:
Antes de nada, perdón por hacerte demorar el momento en que vas a comenzar a leer la obra que tienes en tus manos. Comprendo que la lectura del prólogo –si es que lo has leído- te haya resultado plomiza y algo farragosa. Pero un prólogo es un prólogo. Había que ponerse serio, trascendental, erudito, pedante, insoportable, insufrible casi. Cuando pases página empezará lo auténtico, lo interesante, lo inesperado. Seguro que te sentirás identificado con alguno de los protagonistas, seres como tú, como yo, con sus neuras, con sus manías, con sus inseguridades.
Cuando el autor me envió el manuscrito para que lo leyese, para que supiera de su contenido, para que desentrañase su filosofía, caí en un error imperdonable en el que no quiero que caigas tú también. No se te ocurra comenzar a leer “Diez fantasmas” bien acurrucado, dentro del “sobre”, calentito, en esos minutos antesala del sueño. La luz de la mañana te sorprenderá enfrascado en el mayor de los placeres –la lectura, no “lo otro”-. Al día siguiente tienes que trabajar –¿o no?- y no es cosa de llevarte el libro bajo el brazo... De nada.

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-¿Rafa?
-Al aparato.
-Soy Javier.
-¿Qué tal por Europa?
-Lloviendo. Pero en la gloria. ¿Y tú, cómo estás? ¿Qué tal Sevilla?
-De puta madre. Y la ciudad, preciosa. Ya huele a azahar y a romero, sobre todo a romero. ¿Qué? ¿Te has leído eso? ¿Te lo has leído?
-Que sí, que lo he leído. Varias veces. La primera, de tirón.
-¿Y qué? ¿Qué te ha parecido?
-Que siento una envidia insana –como toda envidia- de no haberlo escrito yo.
-¿Habrías cambiado algo?
-Hombre...
-Sé sincero. Sabes que estoy abierto a cualquier sugerencia...
-Algunas veces tus personajes utilizan un lenguaje...
-El mismo que utilizamos tú y yo. ¿O no? Cuando tú te pillas un dedo con la puerta, ¿qué dices? Ponte en situación y responde. Ponte, ponte en situación...
-¡Coño! No sé lo que diría...
-Mi obra es realismo en estado puro. La vida es así, nos guste o no. Y yo reflejo la vida, la cuento.
-Mirado de esa manera... Pero yo podría suavizar algunas expresiones. Sobre todo pensando en cierto tipo de lectores...
-Si me cambias una coma te capo... Y esos lectores, que se jodan...
-Tienes unas dotes de persuasión...
-¿Para cuándo el prólogo?
-Ya está hecho.
-Eres un amigo.
-En el prólogo he puesto mi cariño.
-Eres un amigo.
-He puesto mi profesionalidad.
-Eres un amigo.
-He puesto mi tiempo.
-Eres un amigo.
-Que te agradezco, de verdad, que me hayas escogido para hacerte de introductor. Pero que tú no serás falto de conocimiento. Que tú sabes que me encantan los percebes, y las ostras. Y el buen vino. Y antes unas cañitas con sus boquerones en vinagre. Y una entradita para ver al Betis, mejor de tribuna. Y una barrera para la Maestranza.
-Eras un amigo. ¡Qué malo es el interés!
-Sabes que soy de poco comer. Conozco una marisquería... Sigo insistiendo en lo del fútbol y los toros.
-Hecho lo de la mariscada. Nos vamos a poner de grana y oro. Pero sin parientas. Así tocamos a más. Los puritos los pones tú. Sabes los que me gustan. Y el Betis te lo televisan todos los domingos y ya se me retiró mi Curro... La Fiesta necesita una figura que lo reemplace. Aunque Curro es insustituible. Recuerdo una faena que le vi en Málaga. Qué andares, qué cadencia, qué mirada, qué altivez, qué elegancia. Sale el morlaco y va Curro y lo llama con esa voz que sólo poseen los elegidos, y...
-Joder, Rafa, que esto es conferencia. Que me va a costar un huevo...
-Vale, tío. Pero es que hablo de Curro y se me va la olla. Su precipitado adiós ha sido como una puñalá trapera. Aún le quedaba cuerda. Si estaba toreando mejor que nunca... Además, que...
-Rafa, deja de hablar de Curro de una puñetera vez.
-Es que me ha roto todos los esquemas. ¿Qué hago yo ahora?
-¿Que qué haces? Pues lo tuyo, escribir. Aquí tienes tema para diez novelas o para una gran novela. Que puedes convertirte en un gran novelista, presentarte al Planeta. ¿Qué me dices? Ya lo hablaremos con más calma durante la mariscada.
-Javier, agradecido por el consejo. Pero no tienes ni idea de por dónde van los tiros. Déjate de novelas. Lo que de verdad yo quiero, lo que deseo con todas mis fuerzas –y más desde que no tengo que llevar gafas- es ser torero.

JAVIER GÓMEZ MOLERO
Bruselas, marzo, 2003




UN DOMINGO LLENO DE PREMONICIONES

Aquel domingo parecía que iba a transcurrir como otro cualquiera, pero ahora caigo en que hubo una serie de acontecimientos aislados, que a cualquier buen observador, le habría hecho deparar en que me iban a suceder una serie de cosas que cambiarían mi vida. Me levanté un poco más tarde que cualquier día laborable pero con el tiempo justo como para hacer un poco de deporte. Pasé la mañana en el Club de Golf echando una partida con algunos amigos, mientras mi mujer se quedó en casa trabajando en su nuevo libro. Reconozco que no soy demasiado bueno en esto de los palos pero se me dio bien en esta ocasión, además pude conversar con algunos de mis amigos sobre una noticia aparecida en las páginas de economía de algunos periódicos, referente a las presiones que mi empresa estaba recibiendo por parte de la Administración para equilibrar el resultado de unas auditorías externas que meses antes realicé yo personalmente, y el asunto me preocupó un poco pero no le quise dar más importancia.

Después de la partida me pasé por el Club Social donde me encontré a Esther Massip. Estaba mucho más mona desde que se divorció de Antonio. La vi muy alegre y algo desequilibrada. Iba vestida con un pantalón vaquero muy ajustado que le realzaba su figura, camiseta, una chaquetilla del mismo tono y unos tenis. Parecía como si le hubieran quitado diez años de encima en unos meses. En un momento de nuestra conversación me dijo que tenía ganas de liarse conmigo y que siempre le gusté. Ante esta confesión me quedé muy cortado, pues jamás se me había pasado por la cabeza tirarme a la exmujer de mi mejor amigo. Después, conforme fueron pasando los minutos, comencé a mirarla con otros ojos, me di cuenta de que Esther era una mujer muy hermosa y sentí deseos de poseerla, así que no pude eludir la tentación y nos fuimos por separado a su apartamento. Cuando llegué ella estaba ya allí esperándome. Se había cambiado de ropa y sólo llevaba encima una especie de bata de seda que la hacía aún más hermosa.

-- Estaba impaciente de tu llegada --me dijo Esther mientras me abrazaba y me besaba en la boca--. Hace tiempo que me apetecía hacer esto contigo.

-- Pues habría jurado que nunca reparaste en mí. Yo siempre pensé que estabas buenísima pero, ya ves... eras la mujer de Antonio y te tenía que respetar. Además, eres amiga de mi mujer, tanto que en una época erais inseparables. Si lo llego a saber antes te hubiera tirado los tejos hace años.

-- Calla!, ¡calla!... que me parece a mí que eres tan machista como Antonio. Ahí lo tienes ahora, más tirado que una tanga, solo como un condenado y pidiéndome volver. Quiere que le dé una nueva oportunidad.

-- ¿Y no se la vas a dar?.

-- No. Definitivamente no. Acuérdate que lo pillé en mi casa, en mi cama, tirándose a la criada y si fue capaz de hacer eso es capaz de hacerlo otra vez con la primera putita que recoja de la calle. Quien hace un cesto hace un ciento y con aquel escándalo ya estuvo bien. El asunto, no sé cómo, pero trascendió a la calle y yo quedé en ridículo ante mucha gente. No quiero más escándalos... amén de lo que le aguanté durante tanto tiempo. Porque ese episodio fue sólo la constatación de unas sospechas que comencé a tener pocos meses después de que nos casáramos. Además estoy desengañada y ya no lo amo. No hay nada que me una a él y estas cosas, cuando se acaban de esta manera, son para siempre. Detesto hasta sus aficiones, ya no lo aguanto. Estoy decepcionada de nuestra relación y desde que lo dejamos me siento liberada y bien conmigo misma. En un principio, pensé que iba a ser muy desgraciada, pero con el paso del tiempo, cada día que pasa soy más feliz habiendo recuperado mi libertad. No sé si me llegas a comprender. Es como si hubiera estado durante diez años viviendo empecinadamente en un error sin darme cuenta, porque lo nuestro fue un tremendo error, lo fue desde el principio, lo que pasa es que no lo quisimos reconocer durante estos años. Aunque no lo parezca... tengo las cosas muy claras. Además..., Antonio no funciona bien en la cama... ¿me entiendes?.

-- ¿Que Antonio es impotente?.

-- No, hijo. Antonio es estéril. Sus espermatozoides están muertos y por eso jamás me he quedado preñada. Y yo, estúpida de mí, me he pasado todos estos años con complejo de culpa, creyendo que la responsable de que no pudiéramos tener hijos era yo, hasta que pocos meses antes de que decidiéramos separarnos, a Antonio le dio la gana al fin de hacerse unas pruebas, y se confirmó que era él quien no servía. Además es de los que llegan y ¡zas!, suelta lo que tiene que soltar y yo a verlas venir. Estaba hasta las narices de aguantar su "eyaculatio precox". Ya sé que es tu amigo y no te gusta que te hable de él así, pero es muy triste reconocer que a los treinta y cinco años he descubierto el placer inmenso que es hacer el amor como Dios manda con un hombre... y que Dios me perdone. Estoy dispuesta a recuperar todo el tiempo que he perdido con el plasta ese.


Tras aquella confesión de Esther llegué a sentirme raro. Quien diría que Antonio... con lo que siempre presumía de su falo cuando estábamos en la Universidad, y resulta que es un petardo en la cama. Por otra parte, al hacerme Esther aquellas confidencias sobre él, me sentí como si fuera a presentarme a un examen final y ella fuera el tribunal. ¿Y si yo también la decepcionaba en la cama?... la verdad es que me puso en un compromiso. Me dejé llevar por ella e intenté conservar la cabeza fría. Esther me condujo hasta su habitación, allí nos desnudamos e hicimos el amor durante un buen rato. A pesar de sus treinta y cinco años se conservaba como una veinteañera. Era delgada, de pechos grandes, caderas anchas y cintura de avispa, con media melenita rubia y ojos azules. En la cama se comportó como una leona insaciable, y me enceló de tal forma que lo hicimos varias veces sin tomar ninguna precaución. Me quedé tendido en la cama mientras que ella se enfundaba un pantalón vaquero ajustadísimo y se arreglaba el pelo frente al espejo de su dormitorio. Se había mudado a este nuevo apartamento hacía poco tiempo. Tanto Antonio, abogado de éxito, como Esther, hija de padres ricos, tenían ambos una posición económica más que desahogada. Esther además, era la propietaria de una galería de arte en pleno centro de Barcelona, ocupación con la que mataba la mayor parte de su tiempo. Ella era Licenciada en Historia del Arte, y estaba muy relacionada con este mundo desde hacía muchos años. Realmente era una mujer muy atractiva. Durante unos minutos quedé en silencio mirando cómo se cepillaba sus cabellos rubios. Me gustaba observar sus movimientos de mujer, cómo se maquillaba ligeramente y se retocaba los labios con el lápiz. A través del espejo me vio que no le perdía ojo y me dio la sensación de que le gustaba sentirse observada por mí, pues esbozó una leve sonrisa y me metió prisa para que me fuera de allí.

-- Date prisa, Vicente, si no quieres que tu mujer empiece a preocuparse. Por cierto, salúdala de mi parte... dile lo que te parezca de mí... que ya la llamaré un día de estos para irnos juntas de compras o cualquier cosa. Te llamaré al trabajo cuando menos lo esperes. He disfrutado muchísimo contigo, espero que se repita... ¿no?.

-- Estoy preocupado. Hemos hecho el amor sin preservativo y sin tomar ninguna precaución. ¿Eres consciente de que has podido quedarte embarazada de mí?... Estamos locos, Esther. No sé si ha sido buena idea que nos hayamos acostado. No sé...

Esther soltó una fuerte carcajada y durante unos minutos parecía como poseída por la risa. Paseaba de un lado a otro de la habitación mientras se arreglaba y cada vez que pasaba cerca de mí me miraba y se partía de risa. Era evidente que se estaba burlando de mí. Debió verme la cara de pocos amigos que le puse y se decidió a hablar.

-- Mira, no sería mala idea tener un hijo tuyo... al fin y al cabo soy la madrina de tus dos hijos y todo iba a quedar en familia. Además me gusta mucho la carita que sacan todos tus hijos y me gustas tú. No me importaría tener un hijo tuyo... pero no te preocupes hombre, estoy tomando anticonceptivos. Bueno venga, vete ya, que vas a llegar tarde a casa y no quiero que por mi culpa te divorcies de Sofía.

-- ¿He aprobado el examen? --le pregunté antes de marcharme--.

-- Con matrícula de honor... anda vete, vanidoso.

Nos besamos y la dejé tras la puerta. Mientras cogía el ascensor comencé a tener remordimientos de conciencia. Le había sido infiel a mi mujer, precisamente con una buena amiga suya que se había vuelto descarada y muy liberada. Pensé en no volver a verla jamás. La verdad es que una mujer en su estado, recién separada, no debía de tener nada claras las cosas, a pesar de lo que me había dicho minutos antes. Ella además, se encontraba muy sola, pues después de diez años de matrimonio no lograron tener hijos y esa fue la causa principal, de su conflicto y posterior divorcio con Antonio. La relación entre ambos se fue deteriorando poco a poco, hasta que Antonio le faltó al respeto con la chica de la limpieza. Antonio siempre tan prosaico... ya podía habérselo montado de otra manera. En fin... quien era yo a la postre para juzgarlo --me dije a mí mismo--, si acabo de tirarme a su exmujer, o mejor dicho... ha sido ella quien me llevó sibilinamente a la cama a mí. Volviendo a casa me hice el propósito eterno de no volver a caer en semejante tentación. Me sentí como un auténtico canalla. Mi matrimonio con Sofía va muy bien. Tenemos dos hijos y nuestra vida está muy equilibrada afectivamente, yo soy feliz junto a ella y lo que acabo de hacer, no tiene ninguna explicación. La carne es débil --me dije a mí mismo a modo de disculpa-- y como me siga viendo con esta mujer me voy a buscar una ruina. Al salir de su apartamento empecé a darle vueltas a la cabeza y me hice algunas preguntas: ¿qué pensaría mi amigo Antonio de mí si supiese el lío que me traigo con su exmujer?... estamos todos locos, pensé a media voz mientras entraba en casa.

-- Hola cariño, llegas un poco tarde... ¿qué te ha ocurrido? --me dijo Sofía nada más entrar --.
-- Nada... que me encontré en el Club de Golf con Esther Massip, estuvimos charlando un rato y me he entretenido. Voy a ducharme que no he podido hacerlo en el Club.

Tuve la necesidad imperiosa de ducharme para borrar cualquier huella. Las mujeres tienen un sexto sentido y pueden oler a otra mujer de lejos. Tras la ducha bajé rápidamente al comedor. Mientras le ayudaba a poner la mesa, Sofía alzó la mirada y clavó sus ojos en mí a la vez que me preguntaba por ella en un tono poco cotidiano, que a mí me sonó a reproche y a celos. Ambas se conocían muy bien y compartían muchos secretos. Llegaron a ser muy buenas amigas hasta que Esther se divorció de Antonio, desde entonces su amistad se fue enfriando mútuamente y hacía algunos meses que no se veían.
-- ¿Cómo está?... ¿qué te ha contado?.
-- Pues la he visto... bien. Animada y muy guapa. Parece que va saliendo del bache y su negocio le va muy bien. Me ha dado recuerdos para ti y dice que te llamará cualquier tarde para salir de compras juntas, y contarte muchas cosas.

-- Seguro que no me llama. Esa está hecha una descastada. Ahora como está soltera no quiere ya nada conmigo. Creo que le ha entrado complejo de jovencita y me han dicho que anda por ahí de juerga en juerga, devorando hombres. Quién lo diría... con lo estrecha que era de soltera.

-- No mujer, --le respondí muy serio sin levantar la mirada del plato--, hay que comprender su situación actual que no es nada fácil para una mujer de su edad. Lo debe de estar pasando mal. Yo creo que está un tanto desequilibrada y que, aunque no lo parezca, está sufriendo lo suyo. Ten en cuenta que una mujer con treinta y cinco años, sin hijos y divorciada, lo tiene muy crudo. Romper con una relación siempre es traumático para cualquier persona por muy fuerte y optimista que sea, y Esther, a pesar de lo que tú digas, debe de sentirse muy sola y con un sentimiento de fracaso.

Sofía volvió a mirarme con cara extraña, por lo que creí que lo más conveniente en esos momentos era cambiar radicalmente de tema. A partir de ahí, cerré la boca y sólo hablé lo imprescindible, diálogos domésticos: esta ensalada está muy buena, estoy muy cansado hoy, he andado mucho mientras que jugaba al golf, la niña tiene que comer más, pues sólo piensa en jugar... todo con absoluta normalidad como para olvidar el tema de Esther y pasar página rápidamente.
Tras la comida del mediodía, me quedé un largo rato en el jardín junto a mi mujer y a mi hijo pequeño hablando de nuestras cosas. Mi mujer andaba muy concentrada en los últimos días preparando la edición de su última novela. Ella, al igual que Esther, había estudiado Historia del Arte pero nunca ejerció, sin embargo desde siempre tuvo inquietudes literarias y una vocación de escritora que ahora comparte sabiamente, con sus deberes de madre, esposa y ama de casa. En realidad siento por ella auténtica devoción, y una gran consideración como mujer y como persona. Es una mujer muy inteligente y culta que en menos de cuatro años ha publicado dos novelas, todas con gran éxito y ahora está terminando la tercera, que según me ha dicho es más intimista y menos comercial. Sus escritos siempre han girado en torno a la mujer, a sus problemas históricos, el feminismo, la maternidad, la igualdad con los hombres... en fin, que estoy casado con una mujer que no me la merezco y aunque físicamente no es tan mona como Esther, es tan femenina, inteligente, atractiva y simpática, que la vida junto a ella es apasionante y muy entretenida. Por eso lo que había hecho aquella mañana me parecía injusto.

A media tarde, me recogí en mi despacho para terminar algunos trabajos pendientes que aún tenía de la semana anterior, mientras iba escuchando los resultados de los partidos de fútbol. Me encontraba muy mal de ánimos y no sé si mi mujer sospechó algo cuando le dije que me había encontrado a Esther en el Club de Golf... creo que no, aunque... quien sabe. Las mujeres se cuentan entre sí todo y no me extrañaría que Esther, con lo descarada que siempre ha sido, le hubiese dicho a mi mujer en alguna ocasión que yo le gustaba, que algún día tenía que acostarse conmigo o algo así... Las mujeres son muy complicadas. Cada día las entiendo menos y me gustan más.

En la intimidad de mi despacho, no dejaba de darle vueltas a lo que había hecho por la mañana con Esther. Había roto un pacto sagrado con mi mujer y me sentía fatal. Tal vez, mi mal humor y mi decaída de ánimo se debían a que era domingo por la tarde. Odio los domingos por la tarde. Son los días de la semana en que me encuentro peor de ánimos: no sé... es como si tuviera el "síndrome dominical", una mezcla de mal humor, angustia vital, desesperanza y miedo porque el fin de semana se acaba, junto a un acojonamiento por lo que al día siguiente me pueda encontrar en el trabajo. Un buen amigo de la Facultad me dijo en cierta ocasión que ese “síndrome dominical” fue puesto de manifiesto hace muchos años por los existencialistas franceses. De otro lado. los lunes son difíciles de empezar y acabar, y siempre les he tenido pánico.

Bien entrada la tarde, Sofía me pidió ayuda para bañar a los niños y darles de cenar. Subí a la habitación de nuestra hija Nieves, la saqué del baño y comencé a prepararla para la cena. Me gusta hablar con ella de sus cosas y de su mundo. Para mí es como volver un poco a ser de nuevo un niño junto a ella y recuperar por unos minutos, el "paraíso perdido", mi infancia ya pasada, la etapa en la que tal vez he sido más feliz de toda mi vida. Cuando era un niño encontraba en cualquier juguete una magia maravillosa. Como cualquier niño, alucinaba el día de Reyes Magos y despertaba en la cama rodeado de juguetes fantásticos. Recuerdo el olor de los materiales plásticos y metálicos con que estaban hechos y me resultaba algo fascinante. Las personas cuando nos hacemos mayores nos volvemos más aburridos, la magia desaparece y sólo pensamos en el sexo y el dinero, y aunque ambas cosas no están mal, lo cierto es que ya no tienen la fascinación y el encanto que yo encontraba en cualquier cosa cuando era pequeño. Por eso, me gustaba meterme en el mundo infantil de mi hija, hablar con ella de sus pequeñas cosas y de sus inquietudes. Casi todas las noches hago la misma operación, bañar a la niña, secarla, ponerle el pijama y darle la cena. Mi hija es una niña muy especial, inteligente, sensible y con una capacidad sorprendente para razonar. Cuando la saqué del baño, nos quedamos un momento en silencio. La estaba secando con la toalla y sin venir a cuento, la niña me dijo cosas que me dejaron muy sorprendido.

-- Papá... ¿tú quieres mucho a mamá?.

-- Pues claro hija... por eso nos casamos y te tuvimos a ti y al hermanito, porque nos queremos mucho.

-- ¿Me prometes que nunca vas a dejarnos a mamá, al niño y a mí por otra mujer aunque ésa te guste más que mamá?.
-- Te lo prometo preciosa. Nunca os dejaré. Siempre estaré a vuestro lado. Además, no hay otra mujer más guapa que mamá.

-- Papá...

-- Qué...

-- Si te despiden de tú trabajo te vas a aburrir mucho todas las mañanas aquí en casa con mamá ¿no?.


La niña se quedó tan fresca después de decirme aquello y yo me quedé como paralizado. Ella me miró muy seria y me preguntó si me ocurría algo. No le contesté pero efectivamente me ocurría. ¿Cómo una niña de seis años podía pensar aquellas cosas?, ¿por qué razón un domingo de noviembre, a las ocho de la tarde, a una niña de seis años se le había ocurrido pensar que me iban a despedir de mi empresa o insinuar que yo podía dejar a su madre por otra mujer?... las cosas que se le pueden ocurrir a los niños --pensé yo--, y no le di más importancia a este hecho.

Apenas había pasado media hora, ya me había olvidado del asunto. Tras la cena, aún tuve tiempo de ver un poco de televisión y leer un rato. Aquella noche me costó trabajo conciliar el sueño, me sentía nervioso y algo angustiado. Al final me quedé dormido y tuve un sueño de lo más extraño: yo me veía a mí mismo tendido boca arriba, desnudo e inmóvil, sobre una carretilla de madera, tirada a la par, como una yunta, por Sofía y Esther, que me llevaban por un camino angosto y estrecho en un bosque de árboles, lleno de bruma y ramas secas. Delante iban los niños jugando y saltando como si tal cosa. Sofía y Esther iban descalzas y sucias, vestidas con unos viejos harapos de color marrón, y cuchicheaban entre sí, daban después unas horrendas carcajadas y me miraban. Yo estaba detrás dándome cuenta de todo cuanto acontecía, tendido en la carretilla, como muerto, desnudo e inmóvil sin poder articular palabra por más que me hubiera gustado preguntarles sobre el motivo de sus risas. Ellas seguían cuchicheando una y otra vez y yo no lograba oír lo que hablaban. Fue un sueño terrible que, a pesar de tener una trama tan corta, me pareció que transcurría durante horas, a lo largo de toda la noche, hasta que me desperté sudoroso dando gritos de desesperación, con los que casi mato del susto a mi mujer que estaba plácidamente dormida a mi lado. Miré el reloj creyendo que ya estaría amaneciendo, pero sólo habían transcurrido un par de horas.

A pesar de haber pasado una noche inquieta, me levanté al día siguiente descansado y optimista, con ganas de ir al trabajo. Me encontraba bien, incluso pensé en Esther y en lo buenísima que estaba aunque me había comprometido a no volver a verla. Cuando entré en mi despacho todo parecía normal. Bueno, se me olvidó decir que me llamo Vicente Vendrell, soy economista y trabajo para una multinacional dedicada a hacer auditorias a grandes empresas. Precisamente habíamos tenido en las últimas semanas fuertes presiones de la Administración Central para orientar algunos resultados en nuestro último trabajo. Por supuesto que yo no cedí a aquellas presiones y cumplí honradamente con mi deber, aunque aquello me costó algunas discusiones con mi superior. El asunto ya había trascendido a la prensa, seguramente por una filtración provocada desde el interior de la empresa por algún desaprensivo, no sé con qué oscuro interés.

Aquel lunes por la mañana todo parecía normal, excepto que cuando llegué a mi despacho no estaba mi secretaria. Me senté a la mesa y conecté el ordenador. A los pocos segundos comenzó a sonar la alarma del "correo electrónico". Me puse a los teclados y me introduje en la "mensajería": "Buenos días señor Vendrell --decía el mensaje--, le ruego se pase urgentemente por el despacho del Director de Personal para tratar un asunto de importancia. Gracias".

Un mal presentimiento pasó por mi mente. Bajé al departamento de Personal y había una gran tranquilidad.

-- Buenos días señor Vendrell --me dijo la secretaria--, el director le está esperando.

El señor Busquet estaba terminando de firmar algunos documentos sobre su escritorio. Se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa a la vez que me invitaba a sentarme. Estaba muy serio y tardó unos segundos en comenzar a hablar. ¿Qué pasa?, me pregunté yo con inquietud. Por fin levantó la vista a la vez que cruzaba los dedos de ambas manos, y con cara de circunstancias me dijo que lamentaba mucho tener que informarme de un asunto un tanto desagradable.

-- Bien sabe Dios, señor Vendrell --me vino a decir--, que estoy en contra de estos métodos, pero la empresa se ve en estos momentos en la necesidad de prescindir de sus servicios. El Consejo de Administración se reunió ayer mismo por la tarde con carácter de urgencia y acordó prescindir de usted por ahora. Tal vez más adelante... en fin, espero que se hará cargo de la situación".

Me quedé aturdido y sin habla al oír sus palabras, pues no me esperaba algo así. ¡Cómo eran capaces de ponerme en la calle a mí, que era el auditor con más experiencia y preparación de toda la empresa!. Seguro que me creyeron responsable de las filtraciones habidas en los medios de comunicación. En aquellos momentos sentí ganas de matar a aquel hombrecillo delgado, de voz aguda, calvo y con gafas que tenía delante de mis narices. Lo miré con desprecio e ira mientras me levantaba de la silla y salí del despacho sin despedirme siquiera, dando un fuerte portazo. Después me dirigí a mi despacho para recoger mis cosas, hacer algunas llamadas y marcharme a casa. Mientras subía en el ascensor me acordé de mi hija y del sentido premonitorio que al parecer poseía, lo que me hizo sentir una mayor congoja aún. Al entrar ya estaba allí Brígida, mi secretaria, que con una sonrisa forzada me dio cuenta de las llamadas que había tenido mientras estuve fuera.

-- Buenos días don Vicente, ha tenido usted dos llamadas. A primera hora llamó su mujer pero no quiso dejarme ningún recado, sólo dejó dicho que usted la llamase cuando pudiera. También le ha telefoneado una señorita... una tal Esther Massip. Desea que usted la llame con urgencia. Estaba muy nerviosa... tanto que después de colgar el teléfono me he quedado un poco preocupada... ¿Quiere que le traiga un café?.

Durante unos minutos permanecí en silencio sentado en mi mesa, con la mirada fija en un portarretratos que tenía sobre la mesa con las fotos de mi mujer y mis hijos. Estaba aturdido y absorto en mis pensamientos. Las imágenes de mi hija se me mezclaban con las del director de personal y con las de Sofía y Esther. El ruido del tráfico de la calle y las pisadas, de ir y venir de las secretarias del despacho de al lado, me devolvieron a la realidad. En aquellos segundos me vi atrapado y solo. Una fuerte angustia vital me invadió el ánimo, y me sentí muy desgraciado. Comprendí que había sido víctima de una conspiración. Estaba claro, mi rectitud y profesionalidad me habían convertido en un inconveniente, en una molestia para mi propia empresa. La impotencia y la rabia se apoderaron de mí y pensé en denunciar el caso a los periódicos, pero tenía miedo y estaba inseguro. En aquellos momentos sentí el impulso de largarme cuanto antes de allí y contarle todo a alguien. Descolgué el teléfono y marqué muy despacio el teléfono de mi casa.

-- Eres tú, Sofía?... voy para allá, tengo que verte y contarte algo muy gordo que me ha ocurrido. No te preocupes mujer, estoy bien. Hasta ahora cariño.


Ya en la calle sentí como el aire refrescaba mi cara y comencé a caminar como un autómata hacia donde tenía aparcado el coche. En aquellos momentos me sentía como un imbécil pues tenía la sensación de que se había acabado el mundo. Hasta que comprendí que lo único que había ocurrido es que me había quedado temporalmente sin trabajo y que ya encontraría otro en cualquier otra empresa. Pensé en mis hijos y en mi mujer y me reconfortó bastante darme cuenta de que aún era joven y que tenía una familia preciosa y una vida muy larga por delante que tenía que aprovechar al máximo. ¡Al carajo las preocupaciones y la depresión! me dije a mí mismo. Que no hay mal que por bien no venga. Me hacía falta unas vacaciones. Ya encontraré otro trabajo. En pocos segundos comencé a sentirme mejor. Puse una buena música en la radio del coche y salí del aparcamiento rápidamente camino de casa.


LA DESCONOCIDA

Al cruzar la puerta, el frío de la calle acarició mis mejillas. Había anochecido. Sentí la necesidad imperiosa de irme de la reunión y salir afuera a oxigenarme un rato pues el calor me estaba asfixiando. Tres horas de reunión y de discusiones habían cargado el ambiente, y el humo del tabaco había convertido la sala de reuniones en una pesadilla. A lo lejos se oían los silbidos de un tren que debía de estar entrando en esos momentos en la estación. Imaginé a los viajeros andando apresuradamente por el andén de la estación buscando la salida, en una competición estúpida por llegar antes a la parada de taxis. Había dejado de llover y pensé que tenía que volver a mi despacho a firmar algunos documentos del acuerdo conseguido en aquella reunión. Decidí dejar la firma para otro momento y dar un paseo por la avenida próxima.

Las calles, aún mojadas por la lluvia, se encontraban muy tranquilas. Algún transeúnte caminaba apresurado, tal vez para llegar pronto a casa. Sentí un poco de envidia de aquellas personas anónimas a las que su familia seguramente aguardaba a esas horas. A mí no me esperaba nadie. Hacía años que estaba solo en el mundo, y a excepción de algunos amigos, no tenía demasiado aprecio por nadie en esta maldita ciudad, a donde tuve que venir casi obligado si quería sacar a flote la empresa.

Conforme caminaba, la niebla se fue haciendo más espesa y al doblar la esquina me vi sin proponérmelo ante el "Callejón de los Sueños". Al fondo, unas luces de neón pestañeaban intermitentemente el nombre de un local de copas, el Pub Bohemian's, de donde salía una pegadiza melodía de jazz. Me encontraba cansado y tenso, y pensé que en aquellos momentos, una copa y un poco de relajo musical me vendrían bien, así que decidí entrar en el establecimiento.

El camarero me sirvió un brandy que tomé con gran fruición. Solicité una segunda copa y empecé a sentirme mucho mejor. Allí dentro el ambiente era muy agradable, la música hizo que me sintiese a gusto. Desconecté el móvil para que nadie me molestara. En aquellos momentos nadie podía dar conmigo y me sentí como un gran anónimo solitario, libre después de un día cargado de tensiones.

Aquel local, sin ser nada pretencioso, estaba bastante bien. Su decoración y la música de fondo, iban muy de acuerdo con el ambiente de la estancia. Al fondo de la barra, observé a una chica solitaria que, sin disimulo, me miraba insistentemente. Desde aquella distancia me pareció guapa. Cuando me aproximé a ella, me dije a mí mismo que estaba ante la tía más buena que había visto en los últimos quinientos años. Era morena con el pelo muy negro, largo y ensortijado, que le caía en cascadas de lujuria por los hombros hasta sus abultados pechos. Su boca era mediana y roja, y brillaba como la granada madura. La miré divertido a sus negros y grandes ojos y me quedé mudo. !Dios, era guapísima...!, Fueron unos segundos larguísimos, hasta que me decidí a hablar.

Ella me sonrió cuando le pregunté su nombre y me contestó con otra pregunta: "pero hijo... ¿a donde vas así?...que no estamos en carnaval"... y soltó una carcajada deliciosa a la vez que giraba su cabeza hacia atrás y con una mano se quitaba el pelo de la cara, seguramente para exhibir ante mí su espectacular cabellera negra. Estaba sin duda coqueteando conmigo. No comprendí que reproche podía tener hacia mi indumentaria: traje azul oscuro, camisa azulona con pasadores y corbata en tonos rojos, azules y amarillos. Ciertamente no casaba mucho con la ropa que ella llevaba puesta: un suéter rojo de tirantes que resaltaba aún más la belleza de sus turgentes senos, una minifalda vaquera, botas de cuero negro y una "chupa" del mismo material que tenía a su lado sobre el mostrador. Olía muy bien.

Le expliqué, casi a modo de disculpa, por qué iba así vestido: mi trabajo me lo exigía y acababa de salir de él. Además, argumenté, que con esa indumentaria me sentía cómodo y acorde con mi manera de ver la vida. Hablamos de muchas cosas, sin profundizar en nada. La conversación fue derivando por otros cauces y llegamos ineludiblemente al tema del sexo. Desde un principio ella siempre adoptó hacia mí una actitud maternal, de superioridad, a la que yo no fui ajeno y que consentí. Pagué las copas y salimos a la calle. Ella me pasó su brazo por la cintura y me vi casi en el compromiso de pasarle el mío por su hombro. Las calles estaban solitarias, de vez en cuando algún coche cruzaba veloz la avenida. Caminamos un buen rato hablando de cosas intranscendentes, hasta que tras un breve silencio, nos detuvimos frente a un portal cuyas puertas estaban cerradas a cal y canto, y nos besamos con tal pasión que casi perdí la noción del tiempo y del espacio. Era una mujer devoradora y consiguió aturdirme por completo.

Llegados a este extremo, decidí tomar un taxi y llevarla a mi apartamento. La chica, lejos de poner alguna pega, respondió a mi iniciativa con una risa lujuriosa que hizo que el taxista nos mirara por el espejo retrovisor con cara de sana envidia. Hizo un leve gesto moviendo la cabeza y echó a andar el coche. Ella, como una hembra en celo, no dejaba de besarme. Me encantaba su olor y la dulzura de sus labios.

Me despertó el ruido de la calle. Algunos rayos de sol se colaban de manera furtiva por las rendijas de la persiana, iluminando tenuemente la habitación. Me dolía la cabeza y todo me daba vueltas. Me senté en la cama y fui a coger el reloj de la mesilla de noche, pero no estaba allí ni en ningún otro sitio. Miré hacia atrás y me di cuenta que estaba solo. La chica se había largado de allí mientras yo dormía. No me extrañó que no la oyera irse, pues entre las copas y la batalla librada con ella durante la noche, estaba hecho unos zorros. Me sentía enamorado. Seguí buscando el reloj por la habitación pero no aparecía.

Después de la ducha me vestí con rapidez a la vez que me tomaba un café cargado. No se apartaban de mi mente las imágenes vividas con aquella chica: cada rincón de su cuerpo, su cara, sus ojos, su boca... Era una mujer muy hermosa y no podía quitármela de la cabeza. Me fui en un taxi al trabajo y al llegar allí, algo hizo que sintiera estupor y saliera de mis sueños. Cuando me disponía a pagar al taxista, comprobé que no tenía ningún billete en la cartera. Le pedí al taxista que me llevara a un cajero automático próximo y al final pude pagarle. De regreso al trabajo, comprendí que aquella guapa desconocida me había robado el reloj y todo el dinero que llevaba en la cartera, y es más que probable que arramblara con todo lo que encontrase de valor en casa mientras yo dormía.

¿Qué hacer?...si iba a denunciar el hecho a la Policía se iban a burlar de mí, pues mi comportamiento había sido el de un "pardillo"... y para colmo, ni siquiera sabía su nombre. Sólo era una mujer muy hermosa a la que llevé a mi casa a pasar la noche y que me había robado un reloj muy caro, más de sesenta mil pesetas y no sé aún si algo más. Allí además, me preguntarían sobre lo que hicimos o dejamos de hacer... y comprendí que ir a la Policía era una jilipollez. Decidí ir esa misma noche, a aquel local donde la conocí. Si no la encontraba, le pediría referencias sobre ella al camarero que me sirvió las copas, que parecía conocerla como a una tertuliana asidua de ése establecimiento.

El asunto me afectó bastante y durante todo el día no conseguí concentrarme en el trabajo. No lograba olvidarme de aquella cara y de su manera brutal de hacer el amor. A pesar de todo, creo que estaba absolutamente poseído por sus encantos o "encoñado" de quien había sido mi propio verdugo. Me había enamorado como un idiota de una "choriza". Sentí una mezcla de rabia y vergüenza de mí mismo, y decidí archivar el asunto en el más absoluto de los secretos. Tenía que olvidarme a toda costa de ésa chica y seguir con mi vida de antes.

Cuando cayó la noche, mis férreos propósitos se desvanecieron en unos segundos, pues deseé ardientemente a aquella tía morena de ojos negros y aquel cuerpo terso, suave y moreno que olía tan maravillosamente. No lo pensé dos veces y me encaminé decidido hacia el local donde empezó todo apenas veinticuatro horas antes. Al doblar la esquina, el "Callejón de los Sueños" tenía un aspecto diferente al de la noche anterior. Estaba lleno de cubos de basura y los gatos, escuálidos y maullantes, eran los dueños de la calle que ahora olía muy mal. El brillo diabólico de los ojos de los gatos y una espesa bruma me hicieron recelar de aquel lugar. Hasta la luz de neón de la entrada del Pub Bohemian's parecía lucir con otra intensidad. En la puerta había aparcadas varias motos de gran cilindrada. Abrí con decisión la puerta del local y todo me pareció distinto de un día a otro. Aquello era un garito mugriento y de mala muerte, donde sonaba una música "havy metal" a gran volumen, estaba lleno de gente con una pinta más que sospechosa. A cualquier persona sensata le habría hecho deducir que lo más sensato era salir de allí lo antes posible, y por unos segundos pensé hacerlo, pero me pareció ver al fondo del local a la muchacha que buscaba. Era ella y estaba abrazada y besando a un tipo que tenía un aspecto impresentable. Además le estaba metiendo mano "por la cara", delante de todo el mundo. Era un tipo alto y desgarbado, de pelo largo, mugriento y poco aseado, que vestía con un atuendo entre rockero, punki y "chorizo".

Me acerqué desde el otro lado de la barra y a mi paso, se fue abriendo un pasillo hasta que me encontré frente a ellos. Parecía que todos allí aguardaban mi llegada. En esos momentos comprendí que me había metido en la boca del lobo. La chica, con una gran sonrisa, alzó su brazo y me mostró mi "rolex" de oro que colgaba de su mano.

-- ¿Vienes a por tu reloj o a ligarte otra vez a mi novia? --me gritó aquel tipo a la vez que se oía una carcajada general--.

En unos segundos me vi apretujado por toda aquella chusma. Intenté por todos los medios salir de allí pero ya era imposible. A los forcejeos le sucedieron algunos golpes. Caí al suelo y comencé a recibir patadas y puñetazos por todo el cuerpo. Sentí un golpe seco en el vientre y un fuerte dolor como si me mordieran el costado. Debí de perder el conocimiento pues me despertó la sirena de una ambulancia. Tenía mucho frío. Me llevaban tendido en la camilla con un collarín inmovilizándome la cabeza y me pareció que el vehículo iba a gran velocidad por las calles de la ciudad. Una mascarilla de oxígeno me oprimía la cara y sentía un fuerte dolor en la cabeza y en el vientre, por lo que sospeché que estaba malherido. Intenté mover los brazos pero los tenía atados a la camilla. Los dedos de las manos los tenía pegajosos. Tragué saliva y me pareció pastosa y dulce. Un tipo con un mono anaranjado, sentado junto a mí, me dijo con voz suave que estuviese tranquilo pues estábamos llegando al Hospital. En voz baja oí como le comentaba al compañero que estaba perdiendo mucha sangre y que tenía un golpe muy fuerte en la cabeza y una gran herida en el vientre. La sirena de la ambulancia se metió dentro de mi cabeza y todo comenzó a darme vueltas, como un torbellino que me arrastraba hacia dentro en una nebulosa gris. Los sonidos parecía oírlos cada vez más lejanos y resonaban en mi cabeza como ecos lejanos. Cada vez sentía el dolor con más crudeza y mucho frío. Me estaba quedando helado.

Creo que debí de perder el conocimiento, pues inexplicablemente, me vi cubierto por una bata blanca, caminando por un pasillo ancho, largo y muy iluminado. Ya no sentía ningún dolor, sólo frío y mucha sed. La voz de la muchacha desconocida sonaba al fondo del pasillo y llamaba a alguien por su nombre: ¡Alfredo... Alfredo... Alfredo...! . Comencé a correr y correr hacia el lugar donde yo creía que provenía la voz, pero nunca llegaba al final. Tenía la sensación de estar siempre en el mismo sitio, corriendo sobre una cinta sin fin, hasta caer extenuado de cansancio. Esta visión se repetía una y otra vez, y no sé cuanto tiempo estuve así.

Cuando desperté estaba todo en silencio. Aquella chica desconocida estaba sentada y adormilada junto a mi cama, lo cual me llenó de recelos y desconcierto. Yo tenía vendada la cabeza y estaba entubado. Una mascarilla me proporcionaba oxígeno. Observé que la chica tenía mi "Rolex" de oro entre sus manos y marcaba las cuatro menos cuarto. Deduje que debía de ser de madrugada, pues de lo contrario la chica no estaría dormida. Creo que estaba en una UVI, pues frente a mí en la penumbra, parecía haber otras camas con enfermos; oí como cerca de mí tosían y roncaban personas que estaban en las camas próximas. Pero... ¿qué diablos hacía yo allí?...Ya no estaba seguro de lo que me había pasado.

Aquella muchacha abrió sus grandes ojos negros y me obsequió con una gran sonrisa. Se acercó a mí cogiéndome la mano, y al ver que yo estaba despierto, me preguntó que cómo me encontraba. Sentí la necesidad de contestarle, de decirle que estaba bien, que no me dolía nada, y quería saber qué había pasado y por qué razón estaba yo en la UVI de un hospital, pero no podía hablar. Intenté hacerlo con todas mis fuerzas pero los músculos de la cara no me respondían. Sentí un fuerte mareo, la habitación me daba vueltas y debí perder de nuevo el conocimiento.

No sé si pasaron unas horas o varios días. Cuando desperté de nuevo, vi que estaba en una habitación del hospital y varias personas a mí alrededor. Aquella muchacha de la que me enamoré perdidamente estaba allí, a un metro de mi cama y me sonreía con una mirada muy tierna y amorosa. No entendía bien a qué se debía su presencia allí. También estaba el médico con unas enfermeras.

-- Alfredo, cariño ¿cómo estás?. Gracias a Dios que has despertado. Alfredo, amor mío... perdóname.

El médico le hizo una señal para que salieran todos de la habitación, mientras me reconocía. Con una pequeña linterna cilíndrica, me iluminó las pupilas de los ojos a la vez que me separaba los párpados con sus dedos. Después me preguntó sobre mi estado.

-- ¿Cómo se encuentra?, ¿recuerda lo que le pasó?.

-- No lo sé doctor --le contesté con alivio, al comprobar que ahora podía hablar--. Me duele un poco la cabeza y tengo algo de frío y sueño. Siento dolorida toda la cintura, por la zona de los riñones... no sé. La verdad es que no recuerdo nada. No sé quien soy. No recuerdo mi nombre ni nada de mí persona... Sólo creo haber visto antes a ésa mujer que usted ha mandado salir de la habitación.

-- Sí dígame lo que sepa de esa mujer tan guapa --me dijo el médico con una sonrisa--.

-- Pues la conocí ayer en fui un bar, mientras tomaba unas copas... o al menos eso creo. Ella me robó mi reloj y cuando a recuperarlo, sus amigos me atacaron y me produjeron éstas heridas. No sé siquiera ni su nombre, pero ella es la culpable de verme así como estoy.

-- ¿Alicia?...pero hombre, si ella es alguien muy cercano a usted... ¿Recuerda cual es su nombre y a qué se dedica? --me preguntó sorprendido el médico--.

-- No. No recuerdo nada. Ya se lo he dicho antes, doctor.

Pensé que el médico me estaba tomando el pelo, que seguía viviendo una pesadilla sin fin, y ya me sentía confundido sin entender nada.

-- Mire usted doctor --le dije de nuevo--, como verá no estoy para bromas. No me encuentro bien y estoy muy débil. Me han robado y he recibido una paliza de muerte, y todo por haberme llevado a la cama a ésa mujer. Así que haga el favor de dejarse de bromas.

El médico, un hombre de unos cincuenta años, de pelo blanco y cara agradable, soltó una carcajada y se mostró feliz y divertido por todo cuanto yo le decía, lo cual me proporcionaba todavía una mayor confusión.

-- Bien, entiendo --me respondió con cara seria--, al perecer el fuerte traumatismo que ha sufrido le ha producido un cuadro amnésico, que espero sea temporal. Debe usted saber que ha sufrido un grave accidente de motocicleta. Iba a mucha velocidad y su moto se salió en una curva. A pesar de llevar el casco integral, sufrió un fortísimo golpe en la cabeza que le rompió el casco. Está usted vivo de milagro... Como consecuencia tiene un traumatismo craneoencefálico con algunas lesiones bastantes graves en la cabeza, en el vientre y el costado. Al caer se golpeó contra las ramas de unos árboles que había junto a la carretera. También se ha fracturado un brazo y una pierna, además de varias contusiones por distintas partes del cuerpo. Ha sufrido un accidente muy grave. Lleva usted hospitalizado diez días, en estado de coma desde que entró en Urgencias. Creíamos que se nos iba. Le ha salvado, yo creo, su juventud, pues su organismo ha respondido muy bien en el postoperatorio. Le hemos tenido que someter a varias intervenciones quirúrgicas pues además de cuidar la fractura de cráneo que se ha producido, ha habido que extirparle el bazo que quedó destrozado. No se preocupe, pues aunque ya no tenga ese órgano, podrá seguir realizando sus funciones vitales con normalidad. Así que necesito que colabore lo más posible con nosotros para un restablecimiento rápido. Lo más probable es que lo haga sin dificultad. Respecto a ésa señora tan hermosa que ha salido de la habitación y que al parecer le suena un poco, ha de saber que es su mujer, Alicia Cosgaya. Usted se llama Alfredo Ramos Junquera, es periodista, trabaja como director en televisión y tiene tres hijos: Marta, de ocho años, Pedro, de seis y Alicia, de dos. Todos están ahí fuera esperando saber cómo se encuentra su padre. También ha venido su madre y dos de sus hermanas. Su mujer ha estado durante estos últimos días a su lado permanentemente, desde que despertó la primera vez. No ha parado de hablarle a pesar de su inconsciencia. No sé si su voz ha hecho que vuelva al mundo de los vivos. Según me ha contado su mujer, tuvo usted el accidente después de mantener una fuerte discusión con ella, salió a toda velocidad con la moto y le ocurrió el percance... Está muy débil y le conviene descansar así que haré que las visitas vuelvan en otro momento. Lo importante es que ha vuelto con nosotros, a la realidad, después de diez días viajando por Dios sabe donde.

El médico salió de la habitación y me quedé solo. No quería ver a nadie. No recordaba nada de mi vida y me sentía muy confundido; con qué cara iba a recibir a ésos niños o mirar a los ojos a esa chica, Alicia Cosgaya, mi mujer según el doctor... Ciertamente no me disgustaba la idea de tener por mujer a una chica tan guapa y tan excitante. Me di cuenta que todo lo vivido con ella había sido un mal sueño, una pesadilla. Pero me había enamorado locamente de ella en aquel sueño nocturno en el que estuve paseando por los pasillos de la antesala de la muerte. Deseé recuperar pronto la salud para estar junto a ella de nuevo, poder besarla y amarla, sin miedo a estar viviendo un mal sueño. Me preguntaba cuáles podían haber sido los motivos de aquella discusión que, según el médico, mantuve con mi mujer y que me empujó a salir como loco a la carretera. ¡Qué más da!, me dije a mí mismo,... si ahora soy un extraño y ella una desconocida. Me di cuenta, que de no recobrar la memoria, tendría que empezar una nueva vida junto a una mujer desconocida de la que me sentía enamorado.

UN POEMA DE AMOR, SU ÚNICA DESCENDENCIA

Empezaba a anochecer y las luces de los coches que se cruzaban conmigo se reflejaban en la autopista como una alfombra luminosa. Caían unas gotas de lluvia sobre el parabrisas del coche, y frente a mí el cielo plomizo presagiaba una fuerte tormenta. Tenía frío. Aún me quedaban al menos tres horas de viaje para llegar a casa, pues el pueblo de mi tía Nuria se encontraba al otro lado del Ampurdam.
Desde que salí de aquel pueblo no me sentía bien. Estaba triste y deprimido. No dejaba de acordarme de la pobre vieja y de lo tremendamente sola que se encontraba. Ella había elegido estar así hacía muchos años y no quería ni oír hablar de las residencias de ancianos. Prefería que la muerte viniera a buscarla a aquel viejo caserón del que descendía toda mi familia materna, a donde se fue a vivir cuando mis padres se instalaron definitivamente en Gerona.
Había ido a verla porque, la verdad, llegué a tener mala conciencia. Hacía seis meses que no la visitaba y ni siquiera le había telefoneado. La encontré más vieja que nunca. Mi tía Nuria era la hermana mayor de mi madre. A sus ochenta y cinco años aún conservaba una gran lucidez y su carácter de siempre: era una mujer dura y podía ser la persona más dulce y cariñosa del mundo a la vez que la más cruel y déspota. Mi madre siempre dijo de ella que era muy bruta: cuando eran jóvenes asustaba con exabruptos a los chicos que se le acercaban interesados por su extraordinaria belleza, seguramente por eso se quedó soltera para siempre. La tía Nuria, según todo el mundo comentaba y por fotografías de la época, fue una mujer guapa y muy hermosa, fuerte de carácter y difícil en sus relaciones con los demás. Nunca se le conoció ningún novio o al menos eso es lo que yo creía.

Lo cierto es que en alguna ocasión debió estar enamorada, según pude deducir de la conversación que horas antes de partir mantuve con ella. Estaba sentada en su pequeña salita. El pelo completamente cano y casi sin dentadura. Me dijo refunfuñando y con la mirada perdida, que la tarde anterior la había dedicado a romper todo su pasado: "Ayer rompí todas las fotos que tenía de toda mi vida -me dijo-. No estoy dispuesta a que una vez muerta mis fotos vayan a la basura. El otro día cuando me sacaron a pasear, vi unas fotos tiradas en el suelo, pisoteadas junto al contenedor de la basura que había en la calle. No sé de quien eran pero eran muy antiguas, y en ellas se veía gente joven y sonriente que seguramente han muerto ya, y yo no estoy dispuesta a que nadie vea imágenes de mi vida una vez que yo me haya ido".

Me dijo que sólo había conservado tres fotografías que me enseñó: una de mi madre con pocos meses, una de ella con veinte años y otra de la abuela. La tía Nuria con veinte años era guapísima. En aquella foto parecía una actriz de cine americana. Qué pena es hacerse viejo. El tiempo destruye todo. Tal vez por eso me encontraba tan abatido esa tarde.

Mi tía guardó aquellas tres fotos en una carterilla de plástico muy vieja que ocultaba entre sus ropas. Yo permanecí callado, sentado junto a ella en la mesa de su saloncito. Se estaba bien allí. El fuego de la estufa era agradable. En silencio sacó de aquella carterita un papel doblado por dos veces y me lo acercó para que lo viera. Era un papel amarillento y antiguo. Lo desdoblé y me dispuse a leer el contenido. Eran unos versos, un poema de quince o veinte versos y estaba escrito con caracteres tipográficos de aquellas viejas máquinas de escribir: una Olivetti, una M-40 tal vez de aquellas de hierro pintadas en negro.

El poema era bellísimo. Debió de ser de un amante enamorado que no encontró correspondido su amor por parte de mi tía. Era un soneto en el que exaltaba la exuberancia, la belleza y la feminidad de una mujer y terminaba su autor lamentando el dolor que causaba en su corazón el no haber podido estar nunca junto a ella: "...sé que nunca podré tenerte, chiquita mía, y hasta que muera te tendré en mi mente, para encontrarte dentro de muchos años, y... en el otro mundo estar junto a ti para siempre...". Me sentí conmovido con aquella lectura y con un acto reflejo le devolví el poema a la tía Nuria. Ella lo recogió, lo plegó muy despacio con sus dedos doblados por el reuma y lo guardó con celo entre sus ropas a la vez que emitía un gemido muy fino y profundo, y chasqueaba la lengua dentro de su boca desdentada.

La miré a la cara. Seguía teniendo la mirada perdida y por sus mejillas arrugadas se deslizaron unas lágrimas. Me quedé sin palabras y sentí una fuerte presión en el pecho que me obligó a tragar saliva. Al final le dije que era muy bonito y pregunté si lo había escrito ella. Sé que fue una pregunta estúpida, pero me sentía un poco desconcertado después de haber leído aquellos versos. Ella se revolvió con la mirada hacia mí y me dijo con gran contundencia: "me lo escribieron a mí, idiota, y es lo único que ya me queda en mi vida".


Ya había anochecido. La lluvia había cesado hacía un rato y puse la radio para cambiar de pensamientos. Me sentía muy mal. Tenía pena de haber dejado sola de nuevo en aquel viejo caserón medio derruido a la pobre tía Nuria. Pero ella deseaba estar sola. Pienso que debe de ser muy duro a los ochenta y cinco años, encontrarte en la recta final frente a la muerte, con las manos vacías y con un poema de amor solamente como equipaje. Esa era su única descendencia en esta vida. Seguramente aquel poema tenía un significado especial para ella: el amor, el marido y los hijos que nunca tuvo... o algo que nadie nunca supo explicarme.

Me sentía cansado y decidí parar en un área de servicio de la autopista para fumar un pitillo y descansar un rato. ¿Quién le escribiría aquel poema de amor a la tía Nuria? Me imaginé a un hombre joven y moreno, peinado hacia atrás con gomina y bigote, que hubo de buscar otra mujer para formar una familia. También me vino a la mente la imagen difusa y amorfa de mi abuelo, besando a mi madre cuando tenía tan sólo cinco años y recordé a mi tía describiéndome aquella escena.

En el interior del establecimiento de carretera se estaba bien. Hacía buena temperatura y el ambiente era agradable. Pedí al camarero un café con leche y me acerqué al teléfono para llamar a mi mujer, pues ya estaba a pocos kilómetros de casa. Carmen me contó no sé qué historia relativa a los niños: que se habían peleado y que la niña le había pegado al pequeño. De pronto me sentí muy feliz de tener tres hijos y de no estar sólo. Reconozco que tal vez fue un sentimiento egoísta o ruin... no sé, pero los seres humanos somos débiles y necesitamos la compañía de los demás para sentirnos más felices. Yo era todavía joven, tenía una familia maravillosa y toda una vida por delante para ser feliz. Mi tía había prescindido siempre de los demás, parece que nació marcada por los astros para ser una persona díscola y dura, que vino a este mundo a sufrir ya que nunca logró encontrarse en paz consigo misma. Siempre me dio la sensación de que la tía Nuria sentía cierto desprecio y subestima hacia sí misma, como si sintiese una inmensa rabia contra la vida. Pero ya no era la de antes. Ahora estaba hecha una ruina, no dejaba de llorar para contar cualquier cosa.
Me dijo que llevaba días obsesionada con su padre, mi abuelo Manuel Arrizabalaga, que así se llamaba, a quien ni mi madre ni ella conocieron nunca, porque al parecer abandonó a mi abuela por una amante cuando ellas eran muy pequeñas. Aunque la tía Nuria esa tarde, me dijo que tal vez lo llegó a ver en una ocasión cuando ella tenía tres años y mi madre uno.

-- Recuerdo que en cierta ocasión --comenzó a contarme mi tía--, vino a casa un señor muy bien vestido que nos miraba a tu madre y a mí con afecto, sonriendo. Recuerdo claramente que discutía de algo con mi madre, y que en un momento de la conversación él la invitó a que nos fuéramos todos a vivir con él.


La tía Nuria sacó un pañuelo pequeño de entre sus ropas y parsimoniosamente se secó las lágrimas. Yo la invité a que siguiera contándome aquella escena, y saber como terminó todo aquello. Imaginé a mi abuela frente a aquel hombre, justificando el haberle desterrado para siempre de sus vidas.

-- La abuela le gritó a la cara que nos dejara en paz, que le había contado a las niñas que su padre se había muerto cuando ellas nacieron. ¿Qué querías que le dijera a las niñas ? –recuerdo que le dijo--. Nos dejaste en la miseria pasando calamidades y te fuiste con aquella pelandusca. Ahora apareces cinco años después y pretendes que se borre de un plumazo todos los sufrimientos que hemos pasado solos. Vete ya... anda. Niñas despediros de este señor que ya se marcha.

Maldigo mi suerte—continuó contando la tía--, porque ciertamente siempre eché mucho de menos su presencia, tanto en casa como en mi corazón. Vuestra madre estaba muy unida a la abuela y siempre estuvo prohibido en tú casa hablar de ese tema. Se desterró de ella hasta el más mínimo recuerdo de tu abuelo, pero yo siempre fui más a mi aire y vi las cosas de otra manera. Ahora pienso que mi madre podía haber sido generosa y haberle perdonado, al menos por darles a sus hijas un padre, que tanto lo hemos necesitado, y vosotros hubierais disfrutado de vuestro abuelo, que no sabemos nadie siquiera la cara que tenía. Pero era tan tozuda la abuela que no dio su brazo a torcer y nos privó para siempre del cariño de nuestro padre. Nunca supimos más de él. Ni siquiera cuando murió ni donde está enterrado. Años después, cuando nosotras éramos mayores, vino la guerra y vete tú a saber lo que fuera de él. ¡Pobre padre!. A solas conmigo misma he hablado durante toda mi vida con él. Era el hombre de mis sueños, a quien le contaba todas mis inquietudes, pero era eso... un fantasma. Y esto, sobrino, me ha atormentado durante toda la vida, y ahora, que estoy todo el día sola, no hago más que darle vueltas y mas vueltas a la misma idea. Ahora sé, que este asunto nos alejó también a tu madre y a mí. Ella estaba muy mediatizada por la abuela, y no permitió nunca que supierais nada de vuestro abuelo

Aquella conversación con mi tía no la olvidaré jamas y aquella frase, con la que me pareció querer disculpar el comportamiento de mi abuelo, me dejó desconcertado y no quise preguntar más. Fue sincera y consiguió en unos minutos cambiar la opinión que sobre mi abuelo tenía formada desde siempre.
Pocos años más tarde, cuando la tía Nuria ya había muerto, me reuní con mi hermana en la notaría del pueblo para cumplimentar su testamento. Hablamos de muchas cosas y por tanto también de la tía Nuria y de nuestro abuelo Manuel. Le hablé de aquella conversación que mantuve con la tía sobre nuestros abuelos. Mi hermana Julia, era seis años mayor que yo y me contó que cuando ella era muy pequeña --yo aún no había nacido--, recordaba que hubo problemas entre nuestra abuela, nuestra madre y la tía Nuria, y que al parecer nuestro padre había sido novio de ella antes de que se casara con nuestra madre. Aquella conversación tuvo lugar en la sala de espera del notario y más tarde en el restaurante donde comimos antes de que cada cual tomáramos rumbo a nuestros respectivos destinos. Estabamos solos Julia y yo, y en un par de horas despejamos muchos episodios sobre nuestra familia, que durante años habían permanecido en la mayor de las incógnitas. Aunque no me atreví a hablarle del poema de amor que en secreto me enseñó un día ya lejano la tía Nuria. Tuve la sensación de descubrir en aquellas dos horas una cajita llena de polvo --la caja de Pandora que alborotó todos los vientos-- capaz de desvelar los secretos de mi vida. Era como si en un momento saliese a flote la historia de nuestros padres ocurrida cincuenta años atrás y que yo desconocía.

-- Papá fue novio de la tía antes que de mamá -- me dijo mi hermana Julia--. Yo era muy pequeña entonces y no entendía bien las cosas, pero recuerdo perfectamente aquellas disputas y celos entre hermanas y como la abuela mediaba entre ambas para imponer una paz y concordia que nunca tuvieron entre sí. Aquella relación me la confirmó mamá hace algún tiempo, antes de que muriese.

-- Ahora entiendo por qué mamá y la tía nunca se llevaron bien, le contesté yo creyendo haber descubierto la clave de muchas cosas. Siempre parecían estar compitiendo en todo y la tía le tiraba a mamá a la yugular cada vez que abría la boca. ¿Y sabes cómo ocurrió aquello? ...¿cómo papá y mamá se enamoraron? ...¿te lo llegó a contar nuestra madre?.

-- Me lo contó mamá algunos meses antes de morir, una tarde de verano en el jardín de casa, en Gerona. Tú ya te habías instalado en Barcelona con Carmen. Creo que la historia se remonta a fechas anteriores al estallido de la guerra civil. Eran muy jóvenes e inocentes, y de alguna manera, el resultado de la guerra y las decisiones que tomaron, fruto de la bisoñez y la inmadurez propia de jóvenes, marcaron para siempre el rumbo de sus vidas y fueron a la vez un estigma para nuestra familia.

Imaginé a mi madre sentada en su balancín de anea tejiendo unos pañitos de croché mientras hablaba con mi hermana, en aquel jardín de nuestra casa de Gerona, muy cercana al río. Un jardín espacioso, sombreado y fresco, lleno de rosales, geranios y enredaderas, que terminaba en las tapias blancas del huerto donde mi padre pasaba la mayor parte de las horas del día cultivando las verduras, hortalizas y la fruta que luego vendía en el mercado. En aquel jardín y en el huerto, transcurrieron sin duda los mejores ratos de mi infancia junto a mi amigo Alberto. Eramos dos diablillos traviesos pues con cinco o seis años pasábamos allí todo el día, nos bañábamos en la alberca y subíamos a los nogales en busca de nidos de jilgueros y verderones para meterlos luego en una jaula y que fueran criados en cautividad por sus propios padres. A los machos los utilizábamos para cruzarlos con canarias y sacar canarios híbridos que tenían un canto más potente y variado que el de los propios canarios. Aquella afición mía por los pájaros la heredé de mi padre, que desde muy pequeño me introdujo en las artes ornitológicas, a criar polluelos y reconocer por su plumaje y su canto a cada especie silvestre. Recuerdo que por las mañanas, apenas había amanecido, mi amigo y yo estábamos ya encaramados por los árboles del huerto y nos comíamos las mejores frutas; aquellas cerezas rojas tan fresquitas, duras y carnosas, con un intenso sabor ácido y dulce a la vez... Aquel huerto fue el escenario feliz de mis juegos y también, el lugar donde encontré muerto a mi padre muchos años después cuando ya era un anciano. La muerte le sobrevino de un infarto mientras regaba las matas de tomates con el agua de la alberca. Lo encontré tendido en el suelo boca abajo, con parte de su cuerpo sumergido en la acequia. Mi madre nunca superó su ausencia, es más, siempre he pensado que murió de pena pocos meses después de que él se marchara, porque mi padre fue para ella el amor de su vida. Formaron una pareja muy unida por el amor y la comprensión, y no aguantó vivir sin él... como si la vida desde entonces ya no tuviese ningún sentido para ella.


-- Parece ser que papá y la tía Nuria estaban ennoviados y aquí en el pueblo lo sabía todo el mundo -- continuó contándome mi hermana Julia --. Mamá era dos años más pequeña que la tía y también estaba enamorada de papá pero ni la tía Nuria ni él lo sabían. ¿Te imaginas a papá con veintidós años con su uniforme de capitán del Ejercito Republicano, con su gorra de plato y su bigote?...Tenía que estar guapísimo.

-- Bueno, lo he visto así en unas fotos que guardé cuando murieron los dos y vendimos nuestra casa de Gerona. Pero venga... sigue contándome. Por cierto, ¿qué edad tenía mamá cuando ocurrió todo esto?.


-- Dieciséis años y la tía diecinueve. Papá tenía veintidós y fue entonces cuando estalló la guerra y papá, como militar, se fue al frente a defender la República. Durante la guerra la tía le escribía todas las semanas y mamá también, aunque sólo como una amiga ¿sabes?, dándole ánimos para que supiera conservar la vida. Ocurrió que al finalizar la guerra papá pasó varios años en la cárcel y cuando regresó, las relaciones entre él y la tía se habían enfriado. Creo que fue la tía Nuria la que empezó a darle largas, al parecer le decepcionó que papá ya no fuera militar, pues tras la guerra fue expulsado del ejército y tuvo que dedicarse a la agricultura y a vender lo que cultivaba en el puesto del mercado que tú y yo hemos conocido. En esto que se cruzó nuestra madre que calladamente seguía enamorada de papá, según ella misma me contó. A ella le daba igual que nuestro padre fuera militar, hortelano o camarero, pues siempre estuvo enamorada de él y al final, él reparó en ella, se enamoró de su candidez, su bondad y belleza interior y se casaron. Yo nací un año después de que se casaran. Desde entonces, dice todo el mundo, que la tía Nuria cambió por completo de carácter, se encerró en sí misma y ya no consintió tener relación alguna con ningún hombre durante toda la vida, a pesar de que tenía mucho éxito pues sabes que era una mujer de extraordinaria belleza, más guapa incluso que mamá. Creo que se ha odiado durante toda su vida a sí misma y a nuestra madre, aunque con nosotros siempre fue como una segunda madre, eso hay que reconocérselo. En ocasiones, era muy dura pero también muy dulce y maternal, como si quisiera competir con mamá para que nosotros la quisiéramos a ella más. Parecía alegrarse de nuestros éxitos en la Universidad más incluso que nuestros propios padres, ¿te acuerdas como lo exteriorizaba?... Nos premiaba con regalos maravillosos que nuestros padres ni siquiera podían costearnos.

-- Sí, sí... claro que me acuerdo. Siempre me chocó eso. Nos hacía un seguimiento de nuestras carreras como si fuera nuestra madre y nuestro padre a la vez. Papá y mamá fueron muy generosos con ella, al permitirle que ejerciera cierto paternalismo sobre nosotros, que al fin y al cabo no éramos sus hijos sino sus sobrinos. A pesar de ese gesto bondadoso, cuando la tía venía a pasar alguna temporada a casa era siempre tan fría y distante con nuestro padre... Pobre tía Nuria, cuanto tuvo que sufrir a causa de aquellos hechos. Ahora entiendo lo discreto que era papá cuando las dos discutían, procuraba no inmiscuirse en aquella relación, se levantaba de su sillón del salón y salía al jardín para dejarlas solas.

-- Bueno..., la verdad es que al parecer ella cortó con papá radicalmente, pero no perdonó o no pudo superar que su hermana se casara con su antiguo novio. Ella debió sentir derecho exclusivo sobre nuestro padre a pesar de haberlo rechazado. Nuestra madre sí que fue una santa, pues toda la vida le perdonó a su hermana los malos tratos que de palabra no dejaba de depararle. La tía era una mujer un tanto rara y atormentada. No le des más vueltas. Estas cosas pasan... además, ya está descansando la pobre... Toda una vida rabiando. En fin, es raro que a estas alturas nos enteremos de estas cosas, pero en casa y dentro de nuestra familia siempre ha sido un tema tabú. Igual que la memoria de nuestro abuelo Manuel Arrizabalaga. No sabemos ni el aspecto que tenía, si era alto o bajo, flaco o grueso... Son cosas que pasan en las familias y que hay que guardarlas en la caja de Pandora.

Aquella conversación con Julia me trasladó al pasado. Me recordó la historia de mi abuelo, Manuel Arrizabalaga, cuyo recuerdo atormentó a la tía Nuria en sus últimos años de vida, y me hizo sentir viejas sensaciones y olores que ya había olvidado y que fueron parte importante de mi infancia, pero sobre todo me fascinó la historia de aquella tensa y dramática relación a tres bandas que se estableció entre mi padre, mi madre y la tía Nuria y que yo nunca imaginé. Conocer esos hechos me ayudó a entender mejor lo que había sido la vida de la tía y la de mis padres, y desde entonces no dejo de preguntarme si fue realmente o no mi padre el autor de aquel poema de amor que tan celosamente guardaba la tía Nuria entre sus ropas y que me dio a leer aquella tarde de otoño. También pensé que aquellos versos podían ir dirigidos a una niña pequeña que un día se hizo mujer y a la que su padre apenas vio una vez en su vida.
Aquellos pensamientos me persiguieron durante algún tiempo, y siempre me hicieron sentir mal, por lo que opté por olvidar este asunto para siempre, archivar el pasado y afrontar el futuro desde un presente optimista. Pienso que la vida de los muertos pertenece exclusivamente a ellos, que fueron los que la vivieron, y no de sus descendientes.